Es hembra poderosa y
ardiente, a la vez que dócil, tierna y sumisa.
Nos entendemos perfectamente y, en estos dos años que salimos juntos, no
he tenido la menor queja de su comportamiento.
Cierto que nuestra relación es semanal y que si nos viésemos a diario,
podría llegar a ser un tormento para mí; es más, pienso que mi físico no podría
soportarlo.
Nuestros encuentros suelen
ser campestres; en plena naturaleza.
A
los dos nos incomodaría hacerlo en una ciudad atestada de gente, con sus ruidos
y algarabía. Preferimos la paz rural,
los rumores de la brisa, la sosegada campiña.
Allí estamos a gusto.
Los
domingos —días de mis visitas— suele
esperarme hecha un manojo de nervios. Lo
noto, nada más verla. Me aguarda con su
bonita cabeza erguida que, a menudo, muestra su desafío, pero que, junto a mí,
se inclina, rendida.
Lo que más me atrae
de ella, lo que me seduce perdidamente es su mirada. Profunda, insondable, inmensa como sus ojos,
se me ofrece tierna, dulce y acariciadora.
La interrumpe adrede con ligeros parpadeos coquetos y, con ellos, me
solicita, me exige caricias, mientras adivino en los tensos músculos de su
desnudo cuerpo el deseo que la domina.
Con el tiempo, he aprendido a tratarla.
Mis primeras atenciones son para su cara, que acaricio con ambas manos,
y los siguientes mimos para su cuello. Soberbio. Largo, fino, pero a la vez enérgico, emerge
de un pecho pujante que se agita con ansia.
También me demoro en éste y le dedico el tiempo que se merece. Siento su nerviosismo bajo mis manos, los
temblores que la sacuden y el callado grito del cuerpo todo que se queja de mi
tardanza.
Me place hacerla esperar,
notar su impaciencia por desfogarse.
La
veo tan bonita y presumida que me apena hacerle sentir mi peso sobre su cuerpo
para iniciar los preliminares
acostumbrados. Pero al fin, me dispongo
a ejecutar el ritual de cada semana que, invariablemente, nos conduce a nuestro
goce en común. Con tiento, conteniendo
la respiración —como si de esta manera pudiese pesarle menos— subo en ella que,
gozosa, acepta mi monta.
Los primeros
movimientos, necesarios para alcanzar nuestro placer, son pausados, morosos, y
sirven de preámbulo al alocado ritmo que les sucede. Ella se calienta pronto y he de ser yo el que
ponga freno a sus ansias contenidas, a sus urgentes anhelos alocados.
Ya he mencionado que es poderosa y, de ello,
no cesa de darme sobradas muestras.
Sería capaz de aguantar una acelerada cadencia durante mucho tiempo,
pero yo, con menos facultades, me veo en la necesidad de sujetar sus
ímpetus. Para ello, oprimo sus rotundos
flancos con mis piernas, en su oído le susurro moderación y, tras los primeros
saltos alocados, la reconduzco hacia el placer comedido, menos intenso, pero
más duradero. Invariablemente, acabamos los dos
agotados. Yo, con mis pudendas partes
resentidas, y ella sudorosa y jadeante.
Al final, y para que no se enfríe, la arropo, luego la incito al descanso
y le doy su merecido celemín de avena y cebada.


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