Camina
pegada a la fachada. El viento no sopla con fuerza, pero a ella se le antoja
desapacible en esos últimos días de diciembre. Todavía no han llegado los
fríos, aunque han dado señales de que no tardarán.
Le
falta una manzana para llegar a su modesto portal de barrio cuando, frente a
LOTERÍAS JULIÁN, doña Cándida percibe un pequeño alboroto; un revuelo
desacostumbrado. “¿Qué ocurrirá?” se pregunta la mujer. “¿Habrá tocado algún
premio en el local de Julián? Se lo merece el hombre” murmura la mujer que
aprecia a la vecindad; a toda la vecindad.
—¡Doña
Cándida! ¡Doña Cándida! —le llaman
desde la puerta del local.
La
mujer se acerca y, al tiempo, es abrazada por Fermín Serrano. El hombre, que vive
en el portal contiguo al suyo, tiene un pequeño negociejo y con él, mal que
bien, va saliendo adelante con su familia.
—¡Doña
Cándida! Me han tocado cerca de ochenta mil euros —exclama el hombre, eufórico por demás—. Quiero
que participe usted de mi suerte —añade, seguidamente. Y, exultante, entrega mil euros a la sorprendida
mujer.
Tras
aquella barahúnda y alboroto que ha dejado aturullada a la anciana, está se
dirige a su vivienda. "¿Por qué me habrá dado ese dinero , Fermín? ¿Será
porque he atendido a su esposa en sus partos? ¿Será porque he cuidado de sus
hijos en los momentos que se encontraban sobrepasados por sus trabajos? ¿Será
por...
La
mujer prosigue su camino, aturdida; lo que ella ha hecho por Fermín, por los
suyos y por el vecindario en general, no lo valora; nunca lo ha hecho, pues se
ha sentido impulsada a hacerlo. Ella es
así: todo voluntad y ayuda. Arrastra sus
años y su viudez con la escasa paga que le quedó al fallecimiento de su Cosme y
con ella sobrevive como puede. No se
queja, pero si alguna vez...
Entorna
los ojos para que la ensoñación sea más real, para vivirla de manera casi
táctil y se estremece de placer.
Bueno,
ahora tiene un dinero llovido del cielo y, con él, se va a dar el gustazo de
hacerse con su soñada toquilla. Cincuenta euros vale la prenda y cincuenta
suspiros exhala doña Cándida, cada vez que piensa en ella. La comprará la semana que viene, pues ha oído
que MODAS JULIA, con motivo de la Navidad, va a tener algún detalle con los compradores.
Tiene tiempo todavía.
Ella,
que nunca ha tenido tanto dinero para gastar, se va a dedicar a invertirlo:
unas medias para Juanita, la pequeña de los Rodríguez; una gabardina con
capucha para Martín —el menor de los Núñez—,
que le conmueve cuando pasa por delante de su ventana al regreso de la escuela,
con su pequeña cabecita empapada; una muñeca para Martita —la menor de los del
segundo—: la pobre nunca ha tenido una y con tres añitos...
La lista se hace larga, más larga que los mil euros regalados, pero su
repaso proporciona a doña Cándida una increíble satisfacción virtual. Sus atenciones
para con los vecinos siempre han derrochado voluntad y trabajo, pero ahí se
acababa todo por falta de recursos dinerarios. Ahora, quisiera comprar regalos
para todo el vecindario, aunque sabe que...
El
domingo noche, tras su frugal cena, coloca el único billete que le queda del
regalo en la mesilla de su cabecera. El papel es de cincuenta euros; los que
necesita para la prenda. Lo acaricia con la mirada y, gozosa, se adormece.
Por
la mañana, el lunes parece enfadado con el mundo y desde su cielo gris, llueve
sin intermitencias. La anciana toma su café con leche, su tostada, una pieza de
fruta y se prepara para la ansiada compra. Añade al billete unos pocos euros de
su peculio pues, tras la compra, se va a dar el capricho de tomarse una taza de
chocolate con churros, en LA ESQUINA,
local que regenta su amiga Felicitas. Se lo merece y... además, ¡estamos en
Navidad!
Abrigada
y protegida por un impermeable, doña Cándida despliega su paraguas al salir a
la calle. Unos húmedos pasos la llevan hacia...
—Buenos
días, Rufina; con este tiempo de perros, ¿dónde vas? —inquiere la inminente
compradora.
—Hola
Cándida, voy a... —la respuesta se pierde entre el fuerte repiqueteo de la
lluvia contra el paraguas que, ahora, acoge precariamente a las dos ancianas.
Mientras trata de que la escasa tela las proteja, se fija en los zapatos de su
amiga. Viejos, cuarteados por encima, parte de las suelas levantadas y los
cordones medio rotos que no encuentran ojales en los que apretar. ¡Tiene que
tener los pies empapados! Habla unas palabras con Rufina y ambas discuten. Doña
Cándida no se amilana y con firmeza, convence a su interlocutora. Al rato, las
dos amigas salen de la zapatería LA IRROMPIBLE.
* * *
Mientras
cocina su parva cena de Nochebuena, doña Cándida sonríe recordando las lágrimas
de agradecimiento de su amiga. Las dos salieron contentas de la zapatería,
camino de la chocolatería, LA ESQUINA. Bien es verdad que la toquilla tendrá
que esperar un tiempo, pero ha merecido la pena contemplar lo bien que le
sentaban los zapatos de agua, a Rufina.
* * *
—Ya
voy, ya voy —exclama la mujer, mientras se seca las manos en su delantal,
caminando hacia la puerta de entrada—. ¿Quién
podrá ser si no espero a nadie en Nochebuena?
—musita a continuación.
Sin
recelo alguno, abre la puerta. Ella no tiene más que personas que la quieren en
la vecindad, pero ante el espectáculo del rellano, está a punto de
desvanecerse. Se repone del vahído lo suficiente como para poder contemplar a
los Rodríguez, a los Serrano, a los Núñez, a los padres
de Martita —la niña del segundo— y a otras muchas caras conocidas del barrio,
llevando un primoroso envoltorio en cuyo exterior puede leerse MODAS JULIA.


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