Llevando a su marido bajo el
brazo, Martirio Rubielos se llegó hasta la parada de taxis. Dejó la maleta al conductor y penetró en el
coche con Matías Olmedillo.
“En
cualquiera de estos medios, claro está, tendré que cumplir su voluntad, pero
eso sí, en un lugar tranquilo”, meditaba doña Martirio. Como a la mujer no le apetecía subir ásperas
cimas para que su cónyuge lograse su eterno reposo rodeado de sepulcral
silencio y como coger una avioneta para esparcir los restos del finado le daba
pánico, optó por viajar a La Coruña y, desde allí, coger un barquito de esos
que pasea a excursionistas y, aprovechando la gira, dar húmedo reposo a las
queridas cenizas de su hombre.
Otra vez más, Martirio, haciendo
honor a su nombre, acordándose de su difunto y sus disposiciones, vio frustrado
su intento. Recogió a puñados las asquerosas
cenizas y con ellas, como era de esperar, briznas de boñiga y alguna cagarruta
ovina. Con humillada cerviz y una mala
leche incontenible, se dirigió monte arriba.
Llegó a una cortada impresionante que descansaba sobre un inmenso vacío
y que parecía tener su fin en un inaccesible barranco y ella, que nunca había
sido una mujer arrojada, arrojó con rabia infinita y espíritu de liberación la
puñetera caja, con los jodidos restos.
“Qué difícil es ser viuda”, se decía al tiempo. “Pesado de tío”, murmuraba mientras la caja, por efecto de los grandes tumbos, saltos y volteretas, agrietó su tapa y, en cada tropezón, iba perdiendo polvorientos restos de Matías a la par que zafiros, rubíes y diamantes que salían despedidos del doble fondo de la arquita, ante la mirada atónita de Martirio.
—Por
favor, al aeropuerto de Barajas.
—Sí
señora.
Mientras
el chófer hacía funcionar el taxímetro, la mujer acomodó al cónyuge a su
vera. Iban a coger el vuelo mañanero con
destino a La Coruña. Doña Martirio ya había reservado habitación
para una noche en el Hotel Finisterre.
![]() |
Hotel Finisterre |
—Señora,
¿habitación doble? —le preguntaron al
otro lado del teléfono.
—No,
no. Individual. —Matías apenas ocupaba.
Y así
fue cómo, la reciente viuda tomó el vuelo hacia la costa, llevando con ella
solamente su bolso de mano. Su marido,
el pobre, tuvo que viajar junto a su maleta en la panza del avión. La cajita no era muy voluminosa, pero pesaba
lo suyo, y la viajera estaba segura de que el hombre no iba a quejarse por el
acomodo.
Despegó
el avión y estabilizado ya, doña Martirio repasó mentalmente los últimos y
luctuosos acontecimientos: la corta enfermedad de Matías, su agravamiento y el
óbito en apenas cuatro días; el funeral,
las condolencias, las lágrimas y la lectura del testamento. El reparto de los bienes de Matías, en
régimen de gananciales, le hacía poseedora
de gran parte de la herencia.
También tenían su cuota, como correspondía, Aurora y Paco, sus
hijos. Bueno, no había habido sorpresas
en cuanto a la distribución de bienes, pero sí al final de la lectura del
documento, cuando el albacea señaló la voluntad del difunto de ser incinerado y
de que sus cenizas fuesen aventadas en lugar limpio y sin contaminación
alguna. Daba instrucciones a su santa
esposa para que le procurase —aún en forma de ceniza— descanso en un lugar
donde no fuese molestado por ruidos humanos.
Este apartado ofrecía una redacción firme e inflexible, pero al tiempo,
dejaba translucir confianza y seguridad en su cumplimiento.
Matías
había sido deportista. Le habían
atraído las cumbres escarpadas, solitarias y poco accesibles. Gozaba en el mar, navegando y practicando el
submarinismo, e incluso, tocó también el deporte aéreo. Vamos, que le daba igual tierra, mar o aire.

* * *
En la sala de equipajes del
aeropuerto coruñés apareció su maleta, pero no la caja de ébano repujado, con
incrustaciones de plata, que contenía los cenicientos restos de su esposo. ¿Dónde habrían ido a parar? Lo cierto es que el asunto empezó mal desde
el principio. El crematorio, que efectuó
su cometido, no destacó por su finura, atención y buen hacer para con los
deudos, y las amadas cenizas les fueron entregadas en una caja de
plástico. Martirio, hecha un mar de
lágrimas por el trato dado a tan queridos restos, se apresuró a verterlos en el
preciado cofre de su difunto, donde había solido guardar documentos de valor,
escritos y contratos importantes. Por cierto, ¿qué había sido de las joyas
familiares? Verdad es que ella y sus
hijos disponían de sus alhajas, pero existían unos preciados aderezos de altísimo
valor que siempre los había conservado Matías y que, en una somera, aunque
completa inspección, no habían aparecido.
Más adelante, y conforme se fuese estableciendo la calma en su diario
discurrir, ella y sus hijos tratarían de encontrar el conjunto de diamantes,
esmeraldas y rubíes que, engarzados o como piezas sueltas, constituían una
estimada colección de gemas, a la par que un valioso capital.
![]() |
Cofre de don Matías |
A media
tarde, doña Martirio fue informada, desde la oficina aérea, de que su estimada
caja se encontraba en Málaga y que en uno o dos días la tendría en La Coruña. La mujer, a veces, se solía sentir impotente
ante las tormentas, las torrenciales lluvias y también ante algunos empleados
de ventanilla.
—Deje,
déjelo. Envíeme el cofrecito a Madrid.
* * *
El segundo intento —aun
aceptando el riesgo de que las cenizas no cayesen del todo en zona tranquila y
apacible— fue aéreo. Asustada,
temblorosa, fuera de su comportamiento habitual y con grotesco disfraz de
copiloto, la complaciente viuda, portando su mortuorio cofre, subió a la
avioneta alquilada para el dichoso menester, que empezaba a ser difícil de
cumplir, trabajoso y cargante. “¡Anda
que también podía haber decidido reposar en el panteón familiar, como sus
antepasados! ¡No, si hasta en eso tenía que
ser original el puñetero Matías!” La
mujer lo intentó; quiso, pero no
pudo. Justo al perder tierra, el
estómago le llegó a la garganta y, seguidamente, le llegaron las arcadas y le
llegaron los vómitos. El piloto, aun
habiendo cobrado por adelantado el viaje, maldijo el momento del despegue y los
siguientes, pensando en la pocilga que ahora tenía por habitáculo en su avioneta. Refrenó el impulso de arrojar a la pasajera
por la portezuela, redujo gas y depositó en tierra a la mujer y su cofre.
![]() |
Panteón de Don Matías |
“¿Pero es que no me voy a poder
deshacer nunca de esta caja? No sé si
algún día descansarán los restos de Matías, pero yo, ¿cuándo voy a encontrar un
momento de sosiego y reposo? ¿Cuándo dispondré de tiempo para buscar las joyas
familiares?”, lloró internamente la fatigada viuda.
Todavía le quedaba como recurso
la montaña. Por supuesto que no iba a subir
riscos difíciles, trochas peligrosas o realizar escalada alguna; pero, aun sin
llegar a semejantes hazañas, siempre podría encontrar en Guadarrama algún lugar
donde soltar el pesado lastre que llevaba acarreando desde un tiempo atrás.
Un lunes, depositó —a estas
alturas sería más acertado indicar que “lanzó”—el molesto cofre en el maletero
de su cochecito, con intención de dirigirse a la sierra. No conocía a la perfección Guadarrama, pero
se acordaba de haber ido en alguna ocasión, acompañando al pesado de su marido,
a una zona que con sus mesitas, bancos y hogares, se ofrecía como tranquilo
paraje en donde pasar un plácido día campero.
Y allí aparcó la mujer. Después
de un breve paseo circunspecto y habiendo observado la relativa limpieza de la
zona —la verdad es que sobre la limpieza de la zona habría mucho de qué hablar,
pero ya estaba harta—, sacó del coche el fastidioso cofre y en un rincón
alejado, levantó la tapa y comenzó a verter los latosos restos.
![]() |
Guadarrama |
—¡Vaya, no me parece mal. Todo el mundo esmerándose para mantener el
lugar aseado, y ahora viene usted aquí, a tirar basura! —gritó el guarda
jurado, con cara de pocos amigos.
—¿Cómo? ¿Basura?
¡Sepa usted que ...
—Ni sepa ni gaitas. Ahora mismo está recogiendo esa porquería y
además, le voy a imponer una multa por contaminar zonas acotadas para el
esparcimiento y aprovechamiento público.
¡Habráse visto cara dura!

“Qué difícil es ser viuda”, se decía al tiempo. “Pesado de tío”, murmuraba mientras la caja, por efecto de los grandes tumbos, saltos y volteretas, agrietó su tapa y, en cada tropezón, iba perdiendo polvorientos restos de Matías a la par que zafiros, rubíes y diamantes que salían despedidos del doble fondo de la arquita, ante la mirada atónita de Martirio.
Comentarios
Publicar un comentario