Después de la “gloriosa cruzada nacional”, en aquel pueblo,
como en cualquier otro de la geografía española, las gentes se las ingeniaban
para añadir alguna aportación complementaria a su parva e insuficiente dieta.
Rosalía había preparado un huerto, cerca de su casa,
detrás del corral, donde cultivaba hortalizas y verduras. También había plantado unos pocos
frutales. Cuidaba de él hasta donde era
capaz. Escardaba el suelo con la azuela;
quitaba manualmente escarabajos, gorgojos y demás parásitos de sus plantas;
acaballaba la tierra junto a unas pocas plantas de patata..., pero ahí acababa
su labor. No disponía de agua ni de
abonos. En aquellos años, se utilizaban
casi exclusivamente abonos naturales, ya que la industria química todavía no
fabricaba, al por mayor, productos fertilizantes para el campo. Como ella no tenía ganado, tampoco abono.
Pared de por medio, don Dimas, párroco del lugar,
tenía otro huerto semejante. Para el uso
común, ambos disponían de un pozo, elemento testimonial que recordaba lo que
fue, ya que el abandono en el que se encontraba desde años atrás y la sequía,
que se prolongaba tres temporadas, habían hecho de él una pieza decorativa.
El agua era la pesadilla de la comunidad. No la tenían ni para beber. A diario, la mujer acudía con un
pequeño cántaro de barro a una regata que, alejada del pueblo, descendía de la
sierra y, allí, con infinita paciencia, del hilillo líquido llenaba el
recipiente. Con esa agua bebía, guisaba
y, con dificultad, se las arreglaba para cubrir otras necesidades de la
casa. Poca o nada quedaba para el
huerto. Pero..., ¿y don Dimas? Con la misma extensión de terreno, la misma
calidad de tierra, idéntica orientación y similares plantas, obtenía unas
envidiables cosechas. ¿Cómo se las
arreglaba el hombre? ¿Tendría asistencia
divina? Del todo, del todo, no podía
considerarse así, pero era cierto que su condición de ministro de Dios le
ayudaba a obtener tiernas verduras y apetitosas frutas.
El cura, respaldado por su obispo —ambos adictos y
fervientes defensores del Movimiento Nacional—, había solicitado al alcalde
que, diariamente, le fuesen suministrados doscientos litros de agua. La necesitaba para las vinajeras, para llenar
de agua bendita la enorme pila que se encontraba a la puerta del templo, para
el lavado de los ropajes de ceremonia y demás vestiduras religiosas. Obediente, el alcalde dispuso que Marcelo,
alguacil del concejo, acarrease con su burra el agua que el cura pedía; en dos
o tres viajes, era traída desde la Fuentefría, distante cinco kilómetros del
pueblo.
Aunque Teodosio, el sacristán, lo consideraba totalmente innecesario, acataba la nueva disposición señalada por el párroco, en virtud de la cual, debía cambiar, a diario y en su totalidad, el agua bendita de la pila. Cada día la llenaba de nuevo, después de recoger, con todo cuidado, el líquido extraído, que en unas garrafas entregaba a don Dimas en su domicilio. Al principio, este proceder había llamado la atención del sacristán, pero acostumbrado a obedecer y a no pensar demasiado, pronto se habituó a su nueva tarea. Coincidiendo con este hecho, Teodosio observó un aumento de celo en la labor apostólica de don Dimas, haciendo tañer las campanas y llamando a todas horas a la feligresía, bien para la matinal misa, bien para el ángelus..., para los oficios vespertinos..., para el rosario...
¿Por qué ese repentino empeño en que la gente
frecuentase con más asiduidad la iglesia?
Hombre..., además de suponer una satisfacción personal el comprobar que
su labor apostólica era tenida en cuenta por su grey y que sus esfuerzos por
salvar sus almas no caían en saco roto, don Dimas se había dado cuenta de que
todos los feligreses, al acercarse a la pila aguabenditera en vez de mojar los
dedos se lavaban las manos. Entre la
parroquia, se había instalado esa costumbre como rutina y solamente se desmadró
el Dionisio que, durante una semana y mientras le duró el catarro, lavaba el
pañuelo por las tardes, al acudir al rosario.
Don Dimas comprendía a sus gentes y disculpaba su actitud, y más cuando
cayó en la cuenta de que el agua retirada, tras restregarse las manos los
guarros asistentes, contenía gran cantidad de detritus, materia orgánica y
minerales.
¡Y la pobre Rosalía pensando en la asistencia divina!
Comentarios
Publicar un comentario