—Estáte quieto, Igor. Enseguida termino de vestirte.
Y con cariño y dulzura, deposita al pequeño en el
tosco corral infantil que, como todo en la isla, está construido con
madera. Entre borrachera y borrachera,
lo ha ido armando Iván y, quizá, sea lo único útil que su marido ha hecho desde
la boda, cuatro años atrás. Después de
arreglar al niño, Katia mira en el espejo de metal bruñido sus claros, casi
transparente ojos, que se animan con ilusionado reflejo.
Es el día fijado. Han transcurrido cinco largos meses de
espera, cinco interminables meses, desde que se despidió de Mijail Trutowsky,
y, según la promesa del hombre, hoy se reunirán cerca del pequeño molino de
viento, entre los árboles y setos que crecen al borde del río.
¡Cómo ha esperado ese día! ¡Cómo, a lo largo de las últimas semanas, ha ido escudriñando la superficie del agua para percibir el más leve vestigio de deshielo! Desde finales del pasado octubre, ha vuelto para ella la rutina, la monotonía y el paso aburrido del tiempo; la vida en común con la familia de Iván, su marido, con la que vive desde su casamiento, según la costumbre. Katia no quiere a su marido. Nunca lo ha querido, pero la fuerte y continua presión que sobre ella ejerció su madre, siendo casi una niña, decidió la boda por interés económico. La jovencita no ha conocido el amor, el cariño y la ternura de ser abrazada por el hombre deseado. Sólo sabe del comportamiento egoísta, inexperto y ramplón de su borrachín esposo. Y así ha sido hasta que, un abril, dos años atrás, conoció a Mijail.
¡Cómo ha esperado ese día! ¡Cómo, a lo largo de las últimas semanas, ha ido escudriñando la superficie del agua para percibir el más leve vestigio de deshielo! Desde finales del pasado octubre, ha vuelto para ella la rutina, la monotonía y el paso aburrido del tiempo; la vida en común con la familia de Iván, su marido, con la que vive desde su casamiento, según la costumbre. Katia no quiere a su marido. Nunca lo ha querido, pero la fuerte y continua presión que sobre ella ejerció su madre, siendo casi una niña, decidió la boda por interés económico. La jovencita no ha conocido el amor, el cariño y la ternura de ser abrazada por el hombre deseado. Sólo sabe del comportamiento egoísta, inexperto y ramplón de su borrachín esposo. Y así ha sido hasta que, un abril, dos años atrás, conoció a Mijail.
Fue en el embarcadero, mientras el joven saltaba a
tierra, junto con Dimitri, su primo. Venían comisionados por una empresa maderera
para comprar material, y mientras el Volga permaneciese navegable, repetirían
quincenalmente su visita. Fue el destino quien decidió que, aquella primavera,
Katia conociese al hombre y conociese el amor.
Los dos días de cada quincena que Mijail pasaba en la isla, eran
aprovechados por la pareja —hasta donde sus obligaciones y quehaceres se lo permitían
—para verse en un abandonado molino junto al río. Allí llegaron a intimar, allí
se amaron y, allí, entre caricias y besos, planearon cómo sería su vida en un
próximo futuro. Quizá, más adelante, y si el hombre lograba una situación económica
desahogada, podrían huir, con Igor, hacia San Petersburgo. De momento, y mientras llegase la ansiada
oportunidad, seguirían viéndose en aquel lugar hasta noviembre, fecha en que el
río adquiriría su gruesa capa de hielo e impediría la navegación.
Desde el primer día, durante las esperas a su amor, la joven se había entretenido trenzando ramitas de abedul que luego regalaba a Mijail. “Te traerán buena suerte. Lo he hecho con todo cariño mientras te esperaba”. E invariablemente, al despedirse la pareja, la solapa del hombre lucía la nueva trencilla arbórea que le acompañaba hasta la siguiente cita, circunstancia que era aprovechada para renovar su amuleto vegetal.
Desde el primer día, durante las esperas a su amor, la joven se había entretenido trenzando ramitas de abedul que luego regalaba a Mijail. “Te traerán buena suerte. Lo he hecho con todo cariño mientras te esperaba”. E invariablemente, al despedirse la pareja, la solapa del hombre lucía la nueva trencilla arbórea que le acompañaba hasta la siguiente cita, circunstancia que era aprovechada para renovar su amuleto vegetal.
* * *
Y hoy es el día.
El día que Katia, una vez más, se entregará a su hombre y con el que más
adelante —esta segura de ello —emprenderá una vida feliz, junto a su pequeño
hijo. Después de arreglar la casa, asear y vestir a Igor, aprovechando que la
familia de su marido se ocupa de las labores de la hacienda, Katia acude a su
cita. Va resplandeciente. Las ropas de colores alegres dan vivacidad a
su elevada figura, y su pelo, acicalado con mimo, enmarca el agraciado rostro
de la joven que se anima por la ilusión.
Mientras espera y, para entretenerse, comienza el juego con las ramillas
de abedul.
Se va alargando el
tiempo. Deja a un lado su pasatiempo. Se
sienta. Vuelve a levantarse inquieta y,
por fin, entre la hojarasca, percibe la figura de un hombre. Nota su corazón en la garganta al cerciorarse
de que es Dimitri quien se acerca.
Quiere gritar, pero su voz duerme, y como único vestigio externo de su
congoja, ruedan, cálidas por el dolor, las lágrimas que en otras ocasiones
brotaron con su alegría. El silencio a
su pregunta es la más elocuente respuesta.
Más tarde: “No ha sufrido. Mientras aseguraba un tronco, el amuleto que
llevaba al cuello ha caído al agua. Se
ha inclinado para recogerlo agarrándose a un madero cruzado a modo de
contención y, al moverse éste, una pila de troncos le ha golpeado en la cabeza,
antes de caer al agua. Este es el amuleto que llevaba y que he podido recoger
de las aguas. Estoy seguro de que él
hubiese querido que te lo entregase”.
Comentarios
Publicar un comentario