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Un cuento relegado en un archivo olvidado de un viejo ordenador de un gran poeta.


LA FRÍA SOLEDAD

Me levanté con una enorme sensación de soledad; con un infinito abatimiento y desamparo. Por otra parte, a mi cuerpo lo encontraba pasivo tras aquella extraña noche y, a la vez, lo sentía liviano y sutil. En aquel momento, decidí que necesitaba romper el aislamiento en el que me había refugiado las últimas semanas; que no era conveniente acostarme sólo en aquel piso tan grande.

Cuando enviudé elegí la incomunicación como compañera mal compañera para mí, la verdad, aunque, en ocasiones, había rumiado la idea de abandonar a tan silenciosa camarada. Mis hijos habían insistido en que me fuese a vivir con alguno de ellos, también mis hermanos y hasta una antigua novia, pero uno, que ha vivido lo suficiente como para haber aprendido algo del comportamiento humano, sean parientes, amigos o enemigos, había optado por el retraimiento. Desde entonces y debido a mi carácter irresoluto, había ido barajando opciones sin decidirme por una. Sin embargo, esta pasada noche había ocurrido algo especial, algo enigmático e indescifrable que me estaba impulsando a la busca de compañía para sentirme abrigado, protegido. Me había acostado inquieto, desasosegado, con la angustia de un presentimiento aciago e inminente. Durante la noche, las frías sábanas tuvieron la virtud de tranquilizarme, pero ya amanecido, una agitación desconocida me había hecho sentirme extraño.

Por lo menos no me duele nada, como ayer noche. El sueño parece haberme sentado bien”, reflexioné mientras abría la puerta para recoger el matutino diario que, habitualmente, me dejaban en la manija. Con el periódico en la mano me dirigí a la cocina para prepararme el desayuno.

«Un café..., bien. Tostada..., no. No me siento con fuerzas para tragar nada sólido» iba pensando mientras sobre mesa desplegaba las noticias. Lo de siempre. Los muertos de Irak. La eterna discusión entre gobiernos central y vasco. Las capturas de la flota arrantzale. El bestia de turno que apuñala a su compañera. La noticia de que el Victoria Eugenia estará funcionando dentro de dos años. (¡Jé, jé!). Las esquelas. Don Manuel... etc... “Pobre hombre” me dije al ver su imagen. Y... ¿de qué se reirá? Con frecuencia me han parecido grotescas ciertas fotos de algunos difuntos que asoman a los diarios. Unos tienen el gesto adusto y serio, como corresponde a una situación semejante. Otros, que según pregona el texto militaban en la ancianidad, aparecen con una cabellera densa y repeinada sobre una frente sin arrugas y con cara de haberse licenciado de la mili, recientemente. Los hay con cara sorprendida, los hay con expresión bondadosa y, algunos, hasta con cara de mala leche. Pero los que más tiempo atraen mi mirada son los sonrientes: mueca poco acorde para su nueva situación, la verdad. Seguí ojeando el fúnebre inventario con distraída mirada y... ¡Rediós! ¡Será posible? Alguien me ha querido gastar la más macabra de las bromas. Algún desgraciado que no tenía otra cosa que hacer, ha mandado insertar mi esquela en el periódico.

DON SALUSTIANO BORDE Y BARANDA.

Falleció... Y de seguido todos mis datos: los nombres de mis allegados, mi funeral, etc. «Menos mal», pensé de manera irreflexiva, como si la cuestión tuviese importancia alguna, «por lo menos no he salido en la foto con cara de pardillo».

Pero ¿quién podía haberme gastado aquella broma de tan mal gusto? Allí, en la cocina, estaba yo, leyendo el periódico y acordándome de la madre que parió al autor de la burla. De entre todo aquel marasmo de encontradas sensaciones y atónitos pensamientos, me sacó el timbre del teléfono.

!Huggg...! apenas tuve fuerza para gruñir.

Hola, soy Leonardo. ¿Tú quién eres? Algún hijo de Salustiano, supongo. Pobre hombre. Acabo de leer su esquela. Cuánto lo siento. No sé si sabrás la gran amistad que, desde niños, me unía con tu padre. Nos llevábamos como hermanos. Te veré en el funeral o en el entierro. Oye, hijo... Hay otra cuestión delicada... Lo cierto es que, aunque no es el momento más adecuado para decírtelo..., verás..., tu padre me debía un dinero y como no tengo recibo alguno... No era mucho; unos diez mil euros. Bueno no te preocupes por esa bagatela. Ya hablaremos más tarde del asunto. Ahora bastante nerviosismo tendréis los familiares con lo ocurrido. Repito mi condolencia.

«Si será sinvergüenza el Leonardo de marras… ¡Otra vez intentando dar un sablazo! Y sin respetar el dolor que puedan sentir los familiares. ¡Claro! En estos momentos de sufrimiento y de aturdimiento colectivo es más fácil que alguien caiga en la trampa. ¡Seguro que ha sido él quien ha encargado la esquela! Y seguro, también, que la ha pagado con un talón sin fondos».

Era Leonardo un individuo sin escrúpulos, un vividor, un fresco y un gandul de siete suelas. Pasaba por la vida con el sable desenvainado, dispuesto a herir al primer incauto que se acercase. Al parecer, últimamente, se había liado con Rosaura, el carnal monumento del barrio al que todos los vecinos aspirábamos, y esa escultura con tacones le había dejado con la economía más seca que la mojama. “¡Se va a enterar en cuanto me lo eche a la cara!”



Adiós, Pepi.

No contestó a mi saludo la vecina del cuarto, cuando tropecé con ella en la escalera. “¿Estará dura de oído?”

Ya en la calle, mientras caminaba por la acera, noté el aire frío. “Tenía que haber cogido el abrigo”, pensé.

Hace fresco, ¿no te parece, Ramiro?

Ramiro ni se inmutó. Amigos desde siempre y persona amable donde las haya, el hombre continuó su andadura como si nada. Aquello ya empezó a mosquearme. “¿No me verán?, y ¿por qué?” A ver si la esquela... No, no puede ser. Yo, todavía estoy aquí y no he traspasado ese túnel de luz, ni ha desfilado mi vida ante mí, ni he visto a San Pedro, ni.... Tras unas cuantas reflexiones más, quise admitir mi condición. Pero... ¿cuál era ésta? Todo estaba confuso para mí.

En esto, por mi acera, vi acercarse a Rosaura cimbreando el caderamen en sentido contrario al de la ondulación del busto, tal y como solía. Los hombres, la llamábamos “la S”, por cómo componía su figura. En aquel momento, pensaba que ella era la causa indirecta de mi enfado y en ella pretendí descargar mi enojo. Se me presentaba la oportunidad de revancha y, en la mujer, iba a vengarme por la acción de su engreído y repugnante galán.

Llegada a mi altura, extendí mi pierna izquierda aplicándole una zancadilla imposible de soslayar, pero la guapa hembra pasó de largo sin inmutarse. ¡No me había sentido! “¡Verás, ahora, si me notas!”, pensé decepcionado por el desenlace de mi agresión. Giré en redondo y mis piernas siguieron sus pasos; mis ojos aquel bamboleante trasero que, con su acusada oscilación, amenazaba marearme. La alcancé, y concentrando toda la fuerza que pude acumular en mi brazo, le solté un guantazo que a mí se me antojó capaz de derribar una acémila. ¡Nada, nada de nada! Aquella escultural masa de ondeante carne ni se enteró.

Asumida ya mi incorporeidad y mi condición de ciudadano del “más allá”, cabizbajo, indeciso y perplejo retorné a mi casa. No quería quedarme sólo. No quería pasar otra velada aislado, pero... ¿qué hacer?

Cogí una manta y con ella bajo el brazo retorné a la calle. Mis pasos, sin obedecer a voluntad alguna, de manera automática me fueron conduciendo hacia Eguía. La mente en blanco, los ojos llorosos y el estado anímico destrozado me acompañaron por la cuesta de Virgen del Carmen. Dentro ya del recinto del silencio, empujé la losa familiar y allá, junto a los míos, tendí la cobija y me acosté acurrucándome en el cobertor. Apoyé la cabeza en el féretro de mi esposa y me dispuse a la espera, a aquel infinito aguardo que presentía, junto a los que me podían proporcionar acompañamiento. Junto a mi gente.

No quería seguir estando sólo.


Agustín Mañero

5/5/04


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