Una sutil poeta, de esas que sublima las ideas para
convertirlas, con su soplo poético, en
argentados textos literarios de
celestial belleza, me ha recomendado con su duenda sonrisa que para mejorar el estilo de mis grandilocuentes y nunca bien
ponderadas narraciones, realice un artículo bello, ecuánime, adjetivado y real
de la visión que tengo de mi propia imagen. Es decir un estudio poético y no
adulterado ni egoísta del concepto que
yo tengo de mi mismo. Traducido a un castellano moderno y práctico como el que
yo practico, mi propio autoconcepto.
Para esta ardua, incomoda, desagradable y deletérea labor, es necesario enfrentarse al
cruel, arrogante, yo diría también menesteroso aparato llamado espejo que
siempre refleja las malditas imperfecciones y que una vez pasadas la vivencias
de cincuenta años, esconde las pocas notas de belleza, simpatía, amabilidad y sentido del humor de
los retratos que refleja y yo no utilizo técnicas, decadentes y ancladas en los
atardeceres, de autocontemplación
Hace una infinidad de años, leí una leyenda urbana
turbulenta y algo trasnochada que explicaba en tono desenfadado y risueño que
si te miras a un espejo, no importa que
sea nuevo o viejo, brutalmente
crepuscular o de soporte éneo y maldices
tres veces a la persona que
odias, este se rompe, como le sucedió a
la botella de vinagre de la luciferina Celestina de la primiceria Matute,
haciéndose bellos añicos similares a los
cristales de las sortijas.
Yo que no tengo muchos enemigos pero la verdad es que
aborrezco a algún baboso que pulula por mis alrededores, procuro no mirar al
espejo no vaya a ser que se rompa y tenga que barrer las desangelados restos de
vidrio, fruto de las maldición de la
vieja leyenda.
Total, para darte cuenta de que tu cabeza escupe, sin darse
ninguna importancia, la antaño preciosa
melena con la que conseguías cabrear a tus trasnochados viejos
y a algún carcamal que ejercía de cura fascista, no hace falta mirarse
al taimado espejo, siempre encontrarás un imbécil que te lo recuerda.
Tampoco importa mucho que hayas perdido la juvenil belleza y
el encanto agresivo y pletórico de
fuerza de la efímera juventud, las mujeres que no apreciaban la rielante luz de
tus encantos, ahora sumergidas en las
procelosas aguas que desembocan en la cenagosa dársena del desguace, tampoco se
fijarán en ti aunque les cuentes las leyendas mas sidéreas que la poesía que almacenas, seguramente por no haberla podido usar, pueda imaginar.
Desconozco quién leerá esta historia pero si después de toda esta perorata, nadie sabe quién soy, es que la timidez disfrazada a veces de descortesía, tapa mi imagen real de persona riente y rutilante con ganas de vivir el alegre sueño de poder vivir.
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