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En la vereda (Agustin Mañero)

 

Juan Bautista Bermejo arrea su burra. Hoy ha salido con retraso de su casa y quiere ganar el tiempo perdido apresurando la marcha. Todavía, hasta el poblado, le quedan un par de kilómetros, más o menos la misma distancia que ha recorrido desde su choza, en donde ha dejado descansando a Martina, su mujer. Pobrecilla, se lo merece. Además de realizar las labores caseras le ayuda en el cuidado de la huerta si huerta se puede llamar a ese pequeño trozo de tierra que es toda su hacienda y de donde tratan de obtener los pocos dineros que les permiten sobrevivir.
Cordobesa” tardea remolona. Hoy se muestra especialmente remisa en el andar aunque no le agobia la carga y no le acucia el hambre o la sed. Juan Bautista supone que se debe a su estado de celo. Esta vez, Martina y él han decidido no aparearla. Quizá en la próxima calentura. “También ha de descansar de los partos la pobre bestia”, piensa el hombre mientras, con atención, vigila su paso para eludir los barrizales que cubren el camino. Como otros días de feria, luce sus blancas alpargatas que reserva para acudir al mercado.
Rebuzna, inquieto, el animal, intuyendo la presencia de “Señorito” que, cargado como ella, la precede en la misma vereda. Del ramal tira Rosi, que acaba de perder a su padre, el viudo Romerales, y que se ha hecho cargo de su hermano Rafa, de cuatro años. Los dos viven ladera arriba, en el ribazo cercano al páramo, en una choza más pobre que la de Juan Bautista. Rosi, igual que su vecino, también intenta el cultivo en su terruño para vender el género en el poblado. Los dos comparten infortunio, aunque en esta competencia los niños llevan la peor parte. Los dieciséis años y la voluntad de la jovencita poco pueden hacer contra la aridez de la tierra y contra su escasez de fuerzas. Aun así, con perseverancia y obstinación obtiene algunos productos de su huertita y con ellos, Rosi, igual que su vecino, acude dos veces por semana al aldeano mercado. Hoy lleva en “Señorito” unas pocas verduras, alguna legumbre y dos cestillos con fruta del tiempo. Ha añadido a su mercadería, una docena de huevos que las seis gallinas han puesto en los nidales. Con gusto los hubiese reservado para su consumo, pero la joven, calculando hasta el céntimo y sopesando las consecuencias, ha preferido mercarlos.
Hola, Rosi. Parece que, hoy, tú también te has dormido, ¿no?
Hola Juan Bautista. No, no es cierto; tenía que lavar la ropa de mi hermano y la mía. ¡Tenemos tan poca! Y luego entre preparar el puchero y arreglar un poco la chabola... Pero todavía llegamos a tiempo. A ver si realizamos pronto la venta.
Mientras conversan sus dueños, “Señorito”, enardecido por los efluvios de “Cordobesa”, se ha ido acercando a la hembra. Ésta no le rechaza y, animado por el consentimiento, el excitado animal inicia, con ímpetu, la monta. Con el brusco movimiento, el asno termina de romper su recosida y maltrecha cincha y, como consecuencia, la albarda, con su carga, rueda por la orilla del camino hasta el inmundo albañal que corre paralelo a la senda y que desagua la granja cercana.
Ante el hecho, reacciona la pareja; mejor dicho, Juan Bautista. Rosi, con los ojos fuera de sus órbitas y la boca entreabierta, no puede creer lo que está sucediendo.
El hombre, con la rapidez que le dejan sus viejos miembros, sujeta a las bestias, las asegura atándolas separadas y acude para ver qué se puede salvar de la carga. Nada. No se ha librado de inmundicias ninguna mercancía de Rosi. Ésta, atónita, se sienta al borde del talud, mirando sin ver, fijando los ojos en su malogrado trabajo y comenzando, poco a poco, a percibir toda la dimensión de su tragedia. Brilla, mientras resbalan por sus obscuras mejillas, la plata de sus lágrimas y, en muda queja, fija su mirada en lo alto. Así, permanece un tiempo, a la espera; a la espera... ¿de qué? Se ha quedado vacía; vacía de ánimo y de fuerzas. Mientras, Juan Bautista, todo voluntad, sigue revolviendo entre la mercancía para cerciorarse de la pérdida, Rosi permanece inmóvil, petrificada.
Diligente, el anciano compone, como puede, la cincha de “Señorito”. Después limpia la sucia albarda, la coloca sobre el causante del desastre y a ella va trasladando las lechugas, los tomates y demás productos que descarga de “Cordobesa”. Abraza a la niña para levantarla del suelo y, con su gesto, trata de consolarla y de trasmitirle ánimo. Más tarde, con adusto semblante para disimular su desasosiego y su zozobra, en silencio, entrega el ronzal del burro a Rosi y la empuja suavemente en dirección a la feria. Luego, el hombre inicia el camino de regreso.
La niña, todavía aturdida, maquinalmente y en silencio reanuda su andadura hacia el pueblo. Luego, gira su cabeza para agradecer a Juan Bautista su acción, pero sólo puede ver la encorvada espalda del anciano, que se va distanciando. En ese momento, tiene la sensación de que el hombre se aleja sin caminar; que se desliza flotando sobre la senda, sin mover los pies; como, seguramente, ha de hacerlo un ángel. Un ángel con alpargatas blancas.


Agustín Mañero
22/3/04
 

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