Carlos
deposita su cuerpo y sus preocupaciones sobre el banco. Son las doce
y media y hasta la una no vendrá Jaime. Su rostro denota
impaciencia y, en ese momento, para Carlos no existe nada más
importante que intercambiar algunos apuntes con su amigo. Mañana
tiene un examen parcial decisorio. Está tan absorto, pensando en la
cuestión, que apenas se fija en la mujer que se acerca. Pasa junto
a él, le deja su perfume y se lleva consigo la mirada valorativa del
muchacho. Durante el breve espacio que recorre la mujer hasta el
asiento de enfrente, Carlos la contempla sin pestañear y para cuando
ella se sienta, el joven ya se ha olvidado de sus apuntes. La
encuentra vistosa, aunque casi todas se lo parecen. Puede que la vea
“un poco mayor” y puede que pase de los cuarenta, aunque esta
circunstancia constituye un acicate que estimula al observador;
podría ser su madre pero..., qué más da; a él le gustan así;
quizá de niño tuvo algún ramalazo edípico. El femenino cuerpo que
se le antoja perfecto, viste ropas ceñidas y falda corta que enseña
morenas piernas. No desmerece la cara. Facciones regulares y
agradables sin ser bellas, expresivos ojos maquillados y carnosa boca
roja que rompe la simetría en beneficio de la amplitud. Los pocos
años del observador no le permiten adivinar la experiencia, el aire
de desenfado y desahogo que parecen envolver a la mujer.
“Julia
C.” dice el pequeño rótulo que, en un ángulo, exhibe el bolso de
la mujer. De él extrae un libro y, tras una mirada circunspecta que
termina posándose en su vecino de enfrente, comienza el ojeo del
tomo. Desde donde está, Carlos puede leer el título: «La
fiesta del ciervo o cómo engañar a un confiado marido, a
medio
plazo».
“Sugerente de
verdad”, piensa el joven que, a sus diecisiete años, ve muy
lejanas las posibles astas que puedan corresponderle en propiedad.
“—No,
Manolo. No vienes conmigo a la fiesta si no te pones corbata —espeta
indignada Carmen a su marido, con un disgustado mohín en el rostro.”
Julia
C., identificada con la protagonista, frunce el ceño.
“¿Le
disgustará mi presencia?”, se pregunta el estudiante al observar
el gesto de la lectora. Pero se tranquiliza cuando vislumbra el
esbozo de una sonrisa en su boca. Carmen ha logrado que Manolo se
anude la corbata de los domingos.
El
rostro de Julia C. es un espejo de lo que acontece en “La
fiesta del...”,
espejo que Carlos
no deja de contemplar. Lo cierto es que quisiera contemplar más
cosas de esta hembra tan apetecible, pero como su ropa se lo impide,
se las imagina. En un breve descanso de la lectura, mientras Carmen
abronca de nuevo a Manolo, la lectora mira con fijeza a su arrobado
admirador, quien enrojece vivamente creyendo haber sido descubierto
en su ensoñación anatómica.
“—Manolo,
ahora que vamos a pasar ante la pastelería “El Dulce Dulcificado”,
bien podrías comprarme algunos caramelos de los que ahí fabrican.
Son muy buenos.”
Y
Julia C., siguiendo el ejemplo de Carmen, se lleva a la boca, con
gesto desenvuelto y ligeramente procaz, un multicolor caramelo
redondo, grueso y largo, con un palito en un extremo, que acaba de
sacar del bolso. Sus amplios y sensuales labios sorben el dulce y, a
ratos, por entre aquella alineada dentición, aparece la traviesa
lengua lamiendo su extremo. Carlos se remueve soliviantado. La
mirada de Julia C. vuelve a posarse en su vecino de jardín con
pretendida inocencia, y fija en él sus ojos sin dejar de chupar el
gordo caramelo. Lo lame, lo sorbe, lo hace girar entre sus carnosos
labios; lo introduce, lo extrae a medias... Sofocado, turbado y
alocado, Carlos introduce su mano derecha en el bolsillo del
pantalón, pretendiendo poner orden y acomodar la parte de su
anatomía que se desboca. Fingiendo indiferencia, pero con
perceptible sonrisa en el rostro, la mujer vuelve a su lectura.
En
un momento dado, Carmen ofrece a Florinda —amiga suya en las
páginas—, un caramelo de los que le ha comprado Manolo. Florinda
agradece el obsequio y, sin delicadeza alguna, lo muerde.
Miméticamente, Julia C. clava sus incisivos en la punta de su
caramelo, acción que, en acto reflejo, fuerza al sobrecogido
espectador a llevarse las manos a sus bajos, mientras con esfuerzo
reprime el grito de imaginario dolor que ha estado a punto de soltar.
La cándida expresión de su vecina finge desconocer lo que está
originando con su actitud, mientras el atribulado joven comienza a
sufrir un problema testicular. Hay momentos en que la diestra no es
suficiente para aplacar y sosegar su alocada zona y procede, con
ambas manos, a colocar en el lugar crítico su rígida carpeta a modo
de tapadera. Así pretende disimular, en lo que pueda, la enojosa
situación que, en lugar de la fría e inhóspita superficie del
cuaderno, pide a gritos la tibieza y el confort de carne femenina.
Mientras sufre el tormento, Carlos cree adivinar en la mujer un guiño
picaresco y divertido, al contemplar el nerviosismo que a él le
invade. Redobla su juego lamedor. La crispación del estudiante
hace crisis y, tras una chupada al pirulí más vigorosa que las
precedentes, el joven acaba con su calvario.
Se
arregla como puede la desordenada ropa, coloca su carpeta por delante
para ocultar la obscura secuela delatora y, olvidando el importante
motivo de su presencia en el jardín, abandona aquel banco de tortura
y de placer, sin esperar a su amigo Jaime.
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