Trino
Monteverdi de Mendoza y De las Vegas Marismeñas, hijo del duque del
Protectorado Real, tenía ocho años. Crispín Pérez, también.
Trino Monteverdi etc... era un tarugo; Crispín Pérez, espabilado e
inteligente. A Trino le llevaba al colegio Bautista, el uniformado
chófer de la familia que conducía un deslumbrante automóvil. A
Crispín, no. Cubría los seis kilómetros que separaban el colegio
de su casa andando sobre sus viejos zapatos. El tarugo —perdón—,
Trino llevaba a diario dos bocadillos para el almuerzo. Uno para él
y otro para su compañero —que no amigo—, Pérez. A cambio, éste
le realizaba las tareas y trabajos que en clase les señalaban para
la siguiente jornada. Ponía gran cuidado en hacerlo, procurando que
los deberes de Trino fuesen algo más completos que los suyos. Aún
así, Trino —su mamá, en casa le llamaba Trinito y cuando, ya
algo mayores, lo supieron en el “cole”, con saña juvenil le
llamaban T.N.T. por aquello del Trinitrotolueno— obtenía
calificaciones parecidas a las de su “negro” , ya que éste, con
las respuestas orales compensaba los mejores trabajos escritos que
presentaba su proveedor de bocadillos.
Fueron
pasando los años y como es lógico, variando los estudios y sus
dificultades. Paralelamente aumentaron los trabajos y las
compensaciones para con el “protegido”.
Estudiaron
carreras diferentes en diferentes Universidades. Relumbrante y
esplendorosa la que acogió a Trino; modesta, casi ignota, la que
entregó el diploma de licenciatura a Crispín, a sus veintitrés
años. Con veinticinco terminó el doctorado.
Don
Trino, durante sus estudios universitarios tuvo más de un “negro”
que le ayudó a que, a los veintinueve años se olvidase de la
Universidad. Las malas lenguas —que nunca faltan— murmuraban
algo sobre algunas asignaturas pendientes.
Con poco más
de treinta años, por esos extraños designios de la vida, volvieron
a encontrarse los dos antiguos compañeros de colegio. En esta
ocasión, en el campo laboral. Otra vez, Crispín pasó a
convertirse en esclavo —perdón—, en subordinado, secretario y
cabeza pensante de don Trino, subdirector de “Ingenierías
Asociadas. S.A.”, filial de una enorme multinacional
norteamericana. Crispín Pérez cobraba un apañado sueldo que se lo
ganaba con creces. Crispín Pérez, además de llevar personalmente
la subdirección de la empresa, seguía sirviendo de felpudo a su
jefe.
Así las
cosas, ocurrió que, un día, se presentó para “Ingenierías
Asociadas. S.A.” una importante y urgentísima operación que a
primera vista parecía favorable y muy beneficiosa para la empresa.
Se trataba de una compra de terrenos rurales que, según confidencias
fiables, se iban a recalificar convirtiéndolos en urbanos y
edificables. Eso sí; la operación debía realizarse en
veinticuatro horas.
El
director-gerente, accidentado el día anterior, se encontraba en la
U.C.I. y Crispín disfrutando de unas itinerantes vacaciones por la
península.
“!Coño!,
también podría haber dejado algún teléfono para poder localizarle
ese desagradecido de Pérez”, pensó con todo cariño y desinterés
el indeciso, confundido e inepto subdirector. Y aquel personaje, que
en su vida había tomado una decisión de importancia, tirando una
moneda al aire, optó porque se realizase la compra, mejor dicho, el
desastre.
* * *
¿Adivina el
lector quién pagó los platos rotos de aquel fallido banquete?
¿Quién se hubiera llevado las medallas si no hubiese estado de
vacaciones Crispín Pérez y hubiese desaconsejado semejante
disparate?
Felicidades
lector por tu perspicacia, al haber adivinado sin más datos quién
fue despedido a su regreso vacacional.
Agustín
Mañero
17/11/01
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