Llegaba Robert. Regresaba de la India y, para Margaret, suponía un acontecimiento importante. No todos los días se puede recibir a un amigo de la familia que llega desde tan lejos, habiendo ejercido un cargo de responsabilidad y habiéndose ganado el respeto de toda la sociedad. ¡Recibir en su casa a un diplomático que acaba de sellar un importante acuerdo para su país! Lástima que Edward no estuviese ya para acompañarla, para abrazar al que fue su gran amigo. Pero la vida es como es; mejor dicho, la muerte.
“Le recibiré sin mi marido; no
será lo mismo, pero lo haré; él lo hubiese querido así”,
pensaba la mujer mientras en su cabeza ordenaba los preparativos
necesarios para el acontecimiento. “Pocas personas: solamente
invitaré al reducido grupo de amigos que, durante los últimos años,
antes de partir al extranjero, se relacionaba con Robert”. Siempre
había sido un ameno cronista, un buen conversador y, con tanto
tiempo transcurrido en un país exótico, con seguridad tendría mil
anécdotas curiosas y sucedidos asombrosos que contar. ”. Ardía en
deseos de verle, de abrazarle y de sonsacarle secretos y vivencias
desconocidas para ella sobre cuestiones que se le antojaban
arrebatadoras y excitantes.
En su lujoso automóvil Bentley,
Margaret acude a Heathrow para recoger a su amigo. Aunque el British
Council ha enviado un coche oficial para el transporte del
diplomático, quiere ser ella quien le dé la bienvenida. Le llevará
a su residencia de West End —finca que Robert ha heredado de sus
familiares— y le comunicará que una vez haya descansado del viaje,
al atardecer, no tendrá más remedio que acudir a la pequeña
fiesta que ella le ha estado preparando, junto con los amigos de
siempre.
Todo ha transcurrido según las
previsiones de la mujer y, a media tarde, una vez refrescado,
cambiado de ropa y exhibiendo su habitual aire simpático, Robert
llama a la puerta de Margaret. Abrazos, saludos, parabienes,
sonrisas para el grupo de amigos y, más tarde, apetitosas bandejas y
bebidas de todas clases. Tras una hora, en la que la presencia del
viajero es solicitada y compartida por los asistentes, la anfitriona
logra “secuestrar” a su invitado.
—Robert, tengo gran curiosidad por
saber de tu vida. Con motivo de tu larga estancia en Asia, tendrás
cien mil vivencias curiosas para contar. Estoy impaciente por
conversar contigo y, sobre todo, por escuchar lo que me tengas que
decir sobre esa experiencia, que, estoy segura, resultará
interesante.
—Así es, Margaret. Aquello es muy diferente...
—No creas, Robert. También aquí
se han producido grandes cambios durante el tiempo que has estado
ausente. Tanto en el terreno político como en el terreno social, la
situación es muy otra de la que fue. En el campo laboral, por
ejemplo, los trabajadores han forzado a los sindicatos para
obligarles a negociar unas mejoras muy sustanciales para ellos, y
como resultado, se ha producido un importante incremento en los
precios de los productos manufacturados que, claro está, repercuten
en la cesta de la compra y, a la larga, en la economía nacional. En
el parlamento, ya se han levantado voces advirtiendo de las
consecuencias que estos hechos pueden producir. Se habla de
inflación, de subidas generalizadas de precios, de... pero,
bueno..., te he interrumpido. Continúa, por favor.
—Sí, Margaret; te estaba diciendo
que, en la India, las cosas son muy diferentes a las de aquí, en
Inglaterra, y si hablamos de clases sociales...
—¡Qué me vas a decir de las
clases sociales! ¡Aquí ya no se respeta a los señores; a los
señores de toda la vida, a la nobleza o a la aristocracia! La plebe
—perdón, no quería llamarla así—, la gente trabajadora, va
escalando puestos relevantes en la sociedad, tanto en el terreno
empresarial como político y, prácticamente, ha desaparecido la
deferencia y cortesía que empleaba para con los que les
proporcionábamos su subsistencia. Cada vez tratan más de igualarse
a nosotros. ¡No sé dónde vamos a ir a parar!
—Bueno, lo cierto es que el mundo evoluciona...
—¡Sí, claro que evoluciona! ¡A
peor! Si yo te contara los problemas que tengo con la servidumbre...
Sin ir más lejos, hace un par de días, sorprendí a Bertha, mi
doncella, calzando unos zapatos nuevos que había cogido de mi ropero
y que, recientemente, yo había comprado en una tienda de modas.
Allí sólo tienen modelos exclusivos, de alta calidad. La mayor
parte del calzado lo traen de Italia. Pues bien, como la reprendí
por su acción, me amenazó con despedirse y, claro, como está hoy
la servidumbre..., no tuve más remedio que callarme y dejar correr
el asunto. ¿Qué te parece?
—Mira Margaret, lo cierto es que,
hasta ahora, las mujeres han estado...
—Tú sabes mucho de mujeres,
Robert. Seguro que allá, en la India, habrás tenido muchas
aventuras. Puedes contármelas con entera confianza. Sabes que no
me asustan esas cuestiones. Ya, aquí mismo, antes de marchar a tu
último destino, muchos de tus amigos sabíamos de tu afición por
las faldas y no sólo por las faldas que estaban a la espera
masculina, sino también por las que tenían dueño y marido. Por
cierto: ¿cómo acabó lo tuyo con lady Hawkins? Su cónyuge tenía
fama de ser muy celoso y muy bruto. Algunos temimos por tu
integridad, aunque, por lo que veo... Pero, perdona... Cuenta,
cuenta.
—No puedo negar mi afición por las mujeres, pero yo
creo que lo mío es una cosa normal...
—¿Normal, Robert? ¿normal? Y digo yo: ¿dónde
está la normalidad? Porque si por normalidad entendemos...
Robert, con rostro desencajado y mudada faz, se levanta
del sofá, abre una ventana y aspira una fresca bocanada de brisa
antes de encaminarse a la puerta.
—¡Pero, Robert, te marchas ya?
¡Así, sin más ni más? Por favor, no me prives del placer de
conversar contigo. Llevo mucho tiempo esperando este momento para
escuchar tus...
Agustín Mañero
24/3/03
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