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En plenas facultades (Agustín Mañero)



Genaro piensa que, a veces, la vida es injusta. A él no le ha tratado según sus apetencias e inclinaciones y durante toda su existencia ha tenido que refrenar sus ímpetus aventureros y sus deseos de actuaciones temerarias. ¡Con lo que él hubiese dado por cumplir sus soñadas hazañas!

Nació en el seno de una acomodada familia. El padre, militar de alto rango, hijo de militar de alto rango y nieto de militar de alto rango. La madre, sus labores, ¿qué labores? Recibía visitas, tocaba el piano y recitaba a Antonio Machado; mal, pero lo hacía. Y ¿él? Fue hijo único, más bien esmirriado, poquita cosa. Siempre quiso un hermano, pero, al parecer, su madre creyó haber cumplido con la sociedad aportando aquel vástago. Doña Leonor consideraba de mal gusto los prolegómenos y la gestación de vástagos.

Genaro fue muy aplicado en sus estudios. Obtenía excelentes calificaciones, aunque en el aspecto físico y deportivo no brillase. Este eufemismo se empleaba para decir que era una mediocridad en esa faceta. Contrastaba la realidad con sus sueños de acción y sus ganas de lucha.

Se graduó de teniente con notas extraordinarias. Ascendió con rapidez en el escalafón —algo tendrían que ver sus ancestros militares— y, con edad no excesivamente avanzada, lució el rango de general de brigada. Durante su carrera hubiese querido mandar un regimiento, le hubiese bastado un batallón, o quizá se hubiese conformado con una compañía en algún enfrentamiento con los moros, pero el destino y sus superiores siempre quisieron que ocupase un despacho. Se quedó con ganas de actuar y con el amargor de no haber guerreado en el frente, de no haber corrido los riesgos físicos que a él le habían atraído desde niño.

Retirado ya, cree que lo que la vida no le ha concedido en su juventud puede tomarlo ahora, una vez libre de ataduras, preocupaciones y órdenes. Puede ser uno de los aspectos positivos que la existencia proporciona a los viejos. Ahora. ¡Ahora se va a desquitar de esa carencia de lances arriesgados que no pudo tener de joven! Aunque no es ningún niño, su edad no le va a impedir dar el golpe que ya tiene decidido. ¿Para qué va a hacerlo? Pues..., para nada en concreto. Para darse el gustazo de vivir una peligrosa situación, por lo menos, una vez en su vida. Bueno..., eso en principio, luego ya se verá. Físicamente se encuentra como siempre, más o menos, y en cuanto a entendimiento, capacidad de proyectar y de analizar actuaciones, está convencido de hallarse en la cima de su plenitud. Además, va a empezar por una cosita simple. Por una operación fácil.

Cuatro manzanas más abajo de su casa existe una pequeña sucursal del Banco Central Hispano. La ha observado durante un tiempo y tiene la certeza de que además de Julito, el jovenzuelo director, y Rosalía, la cajera, solamente Braulio, un viejo achacoso y medio baldado por el reuma, ocupa una pequeña mesa junto al mostrador. Allí. Allí dará su primer golpe para abrir boca.

Como vestimenta apropiada, rescata del ático un viejo chándal, unas zapatillas de deporte y una bolsa a juego. La pistola no es problema. Guarda su vieja "Astra” de nueve milímetros. Sólo le queda hacerse con una media para ocultar su rostro. No es cuestión de ir a una tienda de lencería para comprarla. Tampoco le hace gracia cogerle un “panty” a Leo, su legítima. Seguro que tiene que oler mal y además, dado el tamaño de sus muslos, lo más probable es que le quede floja en la cabeza. Robará una media sin costura a Rosita, la chacha.

Equipado ya, el lunes a las 9:00 a.m. llega el día “D” y la hora “H”. Vestido con su atuendo deportivo, con la pistola y la media en la bolsa, monta en el Seat 1500. En pocos minutos llega frente a la oficinita prevista y se dispone a aparcar. El hueco no es pequeño, pero él nunca ha destacado como experto piloto. Inicia la maniobra, toca el parachoques del coche situado detrás, maniobra hacia delante y...

Doble, doble un poco más a la derecha. Tiene sitio —le ayuda el guardia municipal.

Genaro se cree descubierto. No quiere ni mirar al guardia. Empieza a sudar.

¿Se encuentra bien? —inquiere el agente.

Sí, sí, gracias.

Con nerviosismo coge la bolsa de deporte para sacar la cartera y comprar el “ticket” de la OTA. Al abrirla, asoma la culata de la pistola.

Oiga, señor. ¿Tiene usted permiso para portar esa pistola?

¿Cómo...? ¡Ah, sí! ¡Aquí está! —responde el aprendiz de atracador mostrando su documentación.

Ante el rango del militar, poco le falta al policía para cuadrarse en rígido saludo.

Está bien. Baje usted. No se preocupe que yo le cuido el coche.

Y así es como don Genaro, con la bolsa y la cartera en la mano, penetra en la entidad bancaria. Se pone la media al entrar e, inmediatamente, invade su pituitaria un aroma peculiar y embriagador que él atribuye a los muslos de Rosita. El olorcillo casi le hace olvidar el motivo de su visita. Vence el momento de indecisión y comienza la chapuza, perdón, el atraco.

Quizá sea mejor no pormenorizar la actuación del aprendiz de asaltante por no ruborizar con ella al lector, pero bueno, mal que bien —más mal que bien—, aquello sale, pché..., pché... Deposita bolsa y cartera en el mostrador y, de la segunda, extrae un papelito en el que lleva escrito “Esto es un atraco”. Lo muestra, saca la pistola y los dos temblorosos empleados le entregan un pequeño montoncito de billetes de mil pesetas.


Trémulo de emoción por el riesgo, el atracador apresura su paso hacia la salida. Se le cae la pistola, luego la bolsa, recoge ambas y, con el corazón en la garganta, llega a la puerta. Hecho un manojo de nervios, sale a la calle sin quitarse la media. Por suerte, no pasa nadie en aquel momento. De un tirón se la arranca, la mete en la bolsa junto con el dinero y, con paso inseguro aunque él piensa que ligero, se aproxima al Seat. Allí le espera el guardia. Obsequioso, le abre la puerta y le sujeta la bolsa mientras el “bandido” toma asiento frente al volante. El agente trata de mostrarse atento con el general y, una vez cerrada la portezuela del vehículo, con amable sonrisa, observa desde fuera las torpes maniobras del inexperto conductor. Trata de advertirle que no cierre el aire, que puede ahogar el carburador y, para hacerlo, da unos golpecitos en la ventanilla. Genaro se estremece. Se ve detenido, en la cárcel y con temblorosa mano no más temblequeante que su ánimo y, ante lo que se le avecina, arranca como puede, acelera y no atropella al municipal por pura casualidad.

El “atracador”, con el corazón golpeándole en las costillas, llega a su casa. Se encierra en su habitación y hace recuento del botín y sus pertenencias. El dinero, la pistola, la media, y..., ¿mi cartera?

El general de brigada, don Genaro, se promete a sí mismo extremar sus cuidados para los próximos atracos. Eso, a pesar de encontrarse en plenas facultades físicas y mentales.  


Agustín Mañero


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