Genaro piensa
que, a veces, la vida es injusta. A él no le ha tratado según sus
apetencias e inclinaciones y durante toda su existencia ha tenido que
refrenar sus ímpetus aventureros y sus deseos de actuaciones
temerarias. ¡Con lo que él hubiese dado por cumplir sus soñadas
hazañas!
Nació
en el seno de una acomodada familia. El padre, militar de alto
rango, hijo de militar de alto rango y nieto de militar de alto
rango. La madre, sus labores, ¿qué labores? Recibía visitas,
tocaba el piano y recitaba a Antonio Machado; mal, pero lo hacía.
Y ¿él? Fue hijo único, más bien esmirriado, poquita cosa.
Siempre quiso un hermano, pero, al parecer, su madre creyó haber
cumplido con la sociedad aportando aquel vástago. Doña Leonor
consideraba de mal gusto los prolegómenos y la gestación de
vástagos.
Genaro
fue muy aplicado en sus estudios. Obtenía excelentes
calificaciones, aunque en el aspecto físico y deportivo no brillase.
Este eufemismo se empleaba para decir que era una mediocridad en esa
faceta. Contrastaba la realidad con sus sueños de acción y sus
ganas de lucha.
Se
graduó de teniente con notas extraordinarias. Ascendió con rapidez
en el escalafón —algo tendrían que ver sus ancestros militares—
y, con edad no excesivamente avanzada, lució el rango de general de
brigada. Durante su carrera hubiese querido mandar un regimiento, le
hubiese bastado un batallón, o quizá se hubiese conformado con una
compañía en algún enfrentamiento con los moros, pero el destino y
sus superiores siempre quisieron que ocupase un despacho. Se quedó
con ganas de actuar y con el amargor de no haber guerreado en el
frente, de no haber corrido los riesgos físicos que a él le habían
atraído desde niño.
Retirado ya, cree que lo que la vida no le ha concedido en su juventud puede tomarlo ahora, una vez libre de ataduras, preocupaciones y órdenes. Puede ser uno de los aspectos positivos que la existencia proporciona a los viejos. Ahora. ¡Ahora se va a desquitar de esa carencia de lances arriesgados que no pudo tener de joven! Aunque no es ningún niño, su edad no le va a impedir dar el golpe que ya tiene decidido. ¿Para qué va a hacerlo? Pues..., para nada en concreto. Para darse el gustazo de vivir una peligrosa situación, por lo menos, una vez en su vida. Bueno..., eso en principio, luego ya se verá. Físicamente se encuentra como siempre, más o menos, y en cuanto a entendimiento, capacidad de proyectar y de analizar actuaciones, está convencido de hallarse en la cima de su plenitud. Además, va a empezar por una cosita simple. Por una operación fácil.
Cuatro
manzanas más abajo de su casa existe una pequeña sucursal del Banco
Central Hispano. La ha observado durante un tiempo y tiene la
certeza de que además de Julito, el jovenzuelo director, y Rosalía,
la cajera, solamente Braulio, un viejo achacoso y medio baldado por
el reuma, ocupa una pequeña mesa junto al mostrador. Allí. Allí
dará su primer golpe para abrir boca.
Como
vestimenta apropiada, rescata del ático un viejo chándal, unas
zapatillas de deporte y una bolsa a juego. La pistola no es
problema. Guarda su vieja "Astra” de nueve milímetros. Sólo
le queda hacerse con una media para ocultar su rostro. No es
cuestión de ir a una tienda de lencería para comprarla. Tampoco le
hace gracia cogerle un “panty” a Leo, su legítima. Seguro que
tiene que oler mal y además, dado el tamaño de sus muslos, lo más
probable es que le quede floja en la cabeza. Robará una media sin
costura a Rosita, la chacha.
Equipado
ya, el lunes a las 9:00 a.m. llega el día “D” y la hora “H”.
Vestido con su atuendo deportivo, con la pistola y la media en la
bolsa, monta en el Seat 1500. En pocos minutos llega frente a la
oficinita prevista y se dispone a aparcar. El hueco no es pequeño,
pero él nunca ha destacado como experto piloto. Inicia la maniobra,
toca el parachoques del coche situado detrás, maniobra hacia delante
y...
—Doble,
doble un poco más a la derecha. Tiene sitio —le ayuda el guardia
municipal.
Genaro
se cree descubierto. No quiere ni mirar al guardia. Empieza a
sudar.
—¿Se
encuentra bien? —inquiere el agente.
—Sí,
sí, gracias.
Con
nerviosismo coge la bolsa de deporte para sacar la cartera y comprar
el “ticket” de la OTA. Al abrirla, asoma la culata de la
pistola.
—Oiga,
señor. ¿Tiene usted permiso para portar esa pistola?
—¿Cómo...?
¡Ah, sí! ¡Aquí está! —responde el aprendiz de atracador
mostrando su documentación.
Ante
el rango del militar, poco le falta al policía para cuadrarse en
rígido saludo.
—Está
bien. Baje usted. No se preocupe que yo le cuido el coche.
Y
así es como don Genaro, con la bolsa y la cartera en la mano,
penetra en la entidad bancaria. Se pone la media al entrar e,
inmediatamente, invade su pituitaria un aroma peculiar y embriagador
que él atribuye a los muslos de Rosita. El olorcillo casi le hace
olvidar el motivo de su visita. Vence el momento de indecisión y
comienza la chapuza, perdón, el atraco.
Quizá sea mejor no pormenorizar la actuación del aprendiz de asaltante por no ruborizar con ella al lector, pero bueno, mal que bien —más mal que bien—, aquello sale, pché..., pché... Deposita bolsa y cartera en el mostrador y, de la segunda, extrae un papelito en el que lleva escrito “Esto es un atraco”. Lo muestra, saca la pistola y los dos temblorosos empleados le entregan un pequeño montoncito de billetes de mil pesetas.
Trémulo
de emoción por el riesgo, el atracador apresura su paso hacia la
salida. Se le cae la pistola, luego la bolsa, recoge ambas y, con
el corazón en la garganta, llega a la puerta. Hecho un manojo de
nervios, sale a la calle sin quitarse la media. Por suerte, no
pasa nadie en aquel momento. De un tirón se la arranca, la mete en
la bolsa junto con el dinero y, con paso inseguro aunque él piensa
que ligero, se aproxima al Seat. Allí le espera el guardia.
Obsequioso, le abre la puerta y le sujeta la bolsa mientras el
“bandido” toma asiento frente al volante. El agente trata de
mostrarse atento con el general y, una vez cerrada la portezuela del
vehículo, con amable sonrisa, observa desde fuera las torpes
maniobras del inexperto conductor. Trata de advertirle que no
cierre el aire, que puede ahogar el carburador y, para hacerlo, da
unos golpecitos en la ventanilla. Genaro se estremece. Se ve
detenido, en la cárcel y con temblorosa mano no más temblequeante
que su ánimo y, ante lo que se le avecina, arranca como puede,
acelera y no atropella al municipal por pura casualidad.
El
“atracador”, con el corazón golpeándole en las costillas, llega
a su casa. Se encierra en su habitación y hace recuento del botín
y sus pertenencias. El dinero, la pistola, la media, y..., ¿mi
cartera?
El general de brigada, don Genaro, se promete a sí mismo extremar sus cuidados para los próximos atracos. Eso, a pesar de encontrarse en plenas facultades físicas y mentales.
Agustín
Mañero
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