“Es que no tenéis
remedio; todos los hombres sois iguales” parece decirme la mujer con la
sentenciosa mirada que me lanza a través del cristal. A la vez, un esbozo de
sonrisa asoma en su boca, como cuando un niño hace una travesura y su mamá
piensa: “Qué pillín”.
Toda la secuencia
se ha iniciado en la parada anterior del bus. Tras apearse el gentío que
llenaba la plataforma de bajada, en ella ha quedado, sola, una incipiente mujer
de hechuras rompedoras. Una primera ojeada distraída podría valorarla como
púber avanzada, pero un segundo vistazo a su anatomía debe aclararnos que estamos
ante un adelantado brote de hembra con trapío.
Se ha quedado como
única ocupante del rellano de salida y, no teniendo otro paisaje más tentador
que observar, la he mirado y saboreado. Todo lo que está a la vista, perfecto;
lo demás se adivina. No es cuestión de enumerar las cosas bonitas que me ha
ofrecido y de las que he perdido la cuenta, pero recuerdo, como rasgo
sobresaliente, su actitud. Inquieta por demás. Leve giro a la derecha, luego a
la izquierda; ahora descansa sobre un pie, a los pocos segundos, sobre el otro;
así de continuo. Estos movimientos me han llevado a fijarme en la parte
posterior de su anatomía que con el empuje de cada pierna —calzada con alto
tacón— levantaba la correspondiente nalga que se me antojaba de dura gelatina.
Se apreciaban a la perfección, dada la poca y levísima ropa que se pegaba a su
cuerpo.
Para mi desencanto,
la visión no ha durado, pues, enseguida, el vehículo ha llegado a la siguiente
parada. Desde mi asiento he visto, en la calle, a dos señores que no cumplirían
los sesenta, enfrascados en una charla que, por su atención y ademanes, parecía
interesante. La joven pasajera ha descendido del bus y ha cruzado ante ellos. Uno
—muy interesado en contarle al otro ¡vaya usted a saber qué!— ha seguido con su
verborrea, pero el otro, mientras escuchaba, ha tenido oportunidad de lanzar un
ojo sobre el monumento que, alternativamente, hacía subir y bajar su
musculatura glútea. Un codazo oportuno y
un guiño, a la vez, han hecho enmudecer al charlatán y ambos se han girado para
seguir —con entusiasmo— aquella trayectoria temblorosa. Así han estado unos
segundos y entonces ha sido cuando una señora
que se hallaba cerca de ellos se ha percatado del hecho, me ha visto a través de
la ventanilla y me ha sonreído con chusca resignación.
He correspondido a
su sonrisa y he cabeceado con asentimiento. Con él he contestado: “si señora,
todos los hombres somos iguales.” Inmediatamente,
he vuelto a sonreír para añadir: “bueno, casi todos”
E impertérrito al
sucedido, el bus ha proseguido su camino.
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