Callada y
mansamente llora el niño. Las lágrimas muestran su húmedo paso por la carita
inmóvil, que ni un solo gesto altera. El llanto es solo eso: llanto.
— ¿Qué te pasa, cariño?
—Nada… —balbucea el pequeño.
— ¿Quieres que juguemos con la moto nueva? —mima el padre,
acunando en los brazos a su hijo.
—No… —responde éste, de manera casi inaudible.
Y el niño, acurrucado al amor paterno, llora.
— ¿Quieres un poco de agua?
—No… —apenas intuye la respuesta, el padre.
— ¿Jugamos con los
hermanos?
Con un ligero
movimiento de cabeza, niega el niño esa posibilidad.
— ¿Quieres ver la tele?
Nuevo gesto
negativo a la pregunta paterna. El hombre no sabe qué hacer; qué ofrecer para
distraer al chiquillo. Le desasosiega la llantina silenciosa de su hijito y le
enternece la sufrida y muda actitud de éste.
—Pero, hijo, ¿me
vas a decir qué quieres?
La criatura sin
dejar el lagrimeo, suspira su congoja:
—Llorar… —dice el
pequeño, a la vez que dirige sus húmedos ojos hacia su padre; ojos que parecen
extrañados de que su progenitor —que todo lo sabe—, no comprenda su lamento.
Es una queja; su
queja.
Sólo eso.
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