Autor...Agustín Mañero |
Se había instalado en la felicidad.
El glorioso nimbo de dicha que la acogía le cedía su función a ella,
para que, a su vez, acogiese. En ese
mundo entrañable, en donde la entraña importa, en donde se siente protagonista,
era la mujer una pequeña nube en el firmamento generador que cumplía su deseo y
destino. Deseo desde siempre, deseo y
afán de ser cauce del desdoblamiento que había ansiado. Cambió su entorno, mudó el trato con los suyos,
con los que no eran suyos y más que hubiese conocido, y hasta ella misma se
metamorfoseó. Ella, no era ella: ya
no. Había sido en su vida vivida, pero
ahora no vivía, se limitaba a ser vehículo, mera transmisora que, siéndolo, la
llenaba de gozo. Había esperado, había
insistido y, dubitativa, llegó a desistir momentáneamente, pero la vida —más
bien, los azares que nos depara—colmó sus ansias y premió su fervor. Trocó la atrayente estética por la obligada
ética y fue alimentando su ilusión de creativa entrega a medida que transcurría
el tiempo. Día a día, fue creciendo la mujer, también su dicha y esperanza
hasta que, en un momento dado, tras sollozos y quebrantos, cedió el sépalo, abriose
el pétalo y emergió el estilo coronado por el estigma de la felicidad.
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