Con
vacilante paso, avanza el niño por el solitario asfalto. Él no lo hubiese
querido, pero su madre, aquella madre que tanto le cuida y protege, y en la que
confía ciegamente, le ha dicho: “Anda hijo, ve al otro lado. Allí te espera tu
padre”. Él no conoce a su padre; debe ser algo bueno tener padre cuando la
gente habla a la vez del padre y de la madre. Ella sí que es buena. Le quiere.
Y ¿su padre? Por fuerza ha de ser bueno, también. Se lo ha dicho su mamá y si
se lo ha dicho ella, así será. Lleva más de dos años sin ver a su papá ¾la mitad de su vida¾ y no puede recordarle. En
su casa ha oído hablar de él, a sus tías y abuelos, aunque la memoria del niño
es corta.
“Ve al otro
lado, hijo; te espera tu padre”. Y venciendo su inseguridad, su temor a la
solitaria andadura, sus temblorosas piernas le van llevando al encuentro que le
han anunciado como dichoso. Confía en que lo va a ser; se lo ha oído a quien
más quiere en el mundo..., pero la novedad del trance le atemoriza. Sin ser consciente
de ello, tarda el paso, remolonea sin pretenderlo; quiere sin querer. Va al encuentro
de un desconocido. Su padre, sí, pero desconocido, al fin.
Poco a
poco, se va acercando al otro lado de aquel inquietante puente que se le antoja
larguísimo, mientras se da cuenta de que está totalmente vacío. Sólo él
transita por una de las aceras. Atrae su atención la corriente del río y se
demora contemplándola. Hace un esfuerzo por romper el momento de distracción y
prosigue la desganada marcha. Hay mucha gente al otro lado. Ve unos guardias
con uniformes obscuros, llamativos botones y fija su atención en el gorrito que
llevan: redondo y con visera. Entre aquellas gentes, está un hombre que le
abraza y le besa; debe de ser su padre que no cesa de preguntarle por su mamá,
por los abuelos, por el colegio, por... El niño, dentro de la novedad que todo
ello le supone, se ha ido tranquilizando al lado de su progenitor. Ve en él a
un hombre alto, delgado y con sombrero. Poca gente lleva sombrero donde él
vive, y nadie de su familia le ha dicho que su padre lo llevase. Encuentra
extraño el hecho. Tras un rato en su compañía y mientras el niño observa con
curiosidad el entorno, su padre le envía de vuelta a la otra orilla. Antes, le
entrega una bolsa de caramelos que el pequeño observa con interés. Son diferentes
de los que él suele comer. Tienen una forma más alargada, un color más intenso
y un olor más penetrante. Por lo menos, eso le parece al pequeño. Pero lo que
le llama la atención, sobremanera, es un caramelo morado que sobresale de entre
los otros. No los ha visto nunca de ese color; le parece precioso. Quizá, lo llamativo,
sea el contraste con los demás tonos, aunque sin saber por qué, apenas aparta
su vista de él. Además se lo ha dado su padre. Ahora, él también tiene padre
como otros niños, como los compañeros del colegio, aunque duda mucho de que les
puedan regalar un caramelo tan bonito.
A medio
camino, de vuelta, en el centro del puente, gira la cabeza y entre las gentes
divisa un sombrero que se agita en señal de saludo. Más arriba, ve una bandera
extraña para él. Tiene colores diferentes de las banderas que suele ver en los
edificios de su ciudad, y de la que figura en los libritos del colegio de
monjas.
“¡Hola,
hijo! ¿Estás contento? ¿Qué te ha dicho
papá? ¡Qué caramelos tan bonitos! ¡Cuéntame, cuéntame!” insta la madre deseando
tener noticias de primera mano y lamentando, tal vez, no haber sido ella la que
cruzase el puente; ese maldito puente que le separa; ese bendito puente que le
puede unir a su marido.
Pero la
cabeza del pequeño es un barullo de emociones, de vivencias desacostumbradas,
de experiencias que sobrepasan su capacidad de asimilación. Ante las maternales
preguntas se limita a encogerse de hombros, a mirar sin ver y a enseñar, una y
otra vez, su caramelo morado.
Aquel
septiembre del 38, durante los veinte kilómetros del viaje de regreso a San
Sebastián, no deja de apretar contra su pecho la preciada bolsita. En un
momento dado, sorprende a su mamá enjugando una sigilosa lágrima; su mente, con
la inconsciencia de sus pocos años, aparta esa imagen que le turba y la sustituye
por la del solitario puente, por ese puente que le ha llevado hasta su preciado
caramelo morado.
Agustín
Mañero
12/9/03
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