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EL CARAMELO MORADO. AGUSTIN MAÑERO


 
Con vacilante paso, avanza el niño por el solitario asfalto. Él no lo hubiese querido, pero su madre, aquella madre que tanto le cuida y protege, y en la que confía ciegamente, le ha dicho: “Anda hijo, ve al otro lado. Allí te espera tu padre”. Él no conoce a su padre; debe ser algo bueno tener padre cuando la gente habla a la vez del padre y de la madre. Ella sí que es buena. Le quiere. Y ¿su padre? Por fuerza ha de ser bueno, también. Se lo ha dicho su mamá y si se lo ha dicho ella, así será. Lleva más de dos años sin ver a su papá ¾la mitad de su vida¾ y no puede recordarle. En su casa ha oído hablar de él, a sus tías y abuelos, aunque la memoria del niño es corta.

“Ve al otro lado, hijo; te espera tu padre”. Y venciendo su inseguridad, su temor a la solitaria andadura, sus temblorosas piernas le van llevando al encuentro que le han anunciado como dichoso. Confía en que lo va a ser; se lo ha oído a quien más quiere en el mundo..., pero la novedad del trance le atemoriza. Sin ser consciente de ello, tarda el paso, remolonea sin pretenderlo; quiere sin querer. Va al encuentro de un desconocido. Su padre, sí, pero desconocido, al fin.

Poco a poco, se va acercando al otro lado de aquel inquietante puente que se le antoja larguísimo, mientras se da cuenta de que está totalmente vacío. Sólo él transita por una de las aceras. Atrae su atención la corriente del río y se demora contemplándola. Hace un esfuerzo por romper el momento de distracción y prosigue la desganada marcha. Hay mucha gente al otro lado. Ve unos guardias con uniformes obscuros, llamativos botones y fija su atención en el gorrito que llevan: redondo y con visera. Entre aquellas gentes, está un hombre que le abraza y le besa; debe de ser su padre que no cesa de preguntarle por su mamá, por los abuelos, por el colegio, por... El niño, dentro de la novedad que todo ello le supone, se ha ido tranquilizando al lado de su progenitor. Ve en él a un hombre alto, delgado y con sombrero. Poca gente lleva sombrero donde él vive, y nadie de su familia le ha dicho que su padre lo llevase. Encuentra extraño el hecho. Tras un rato en su compañía y mientras el niño observa con curiosidad el entorno, su padre le envía de vuelta a la otra orilla. Antes, le entrega una bolsa de caramelos que el pequeño observa con interés. Son diferentes de los que él suele comer. Tienen una forma más alargada, un color más intenso y un olor más penetrante. Por lo menos, eso le parece al pequeño. Pero lo que le llama la atención, sobremanera, es un caramelo morado que sobresale de entre los otros. No los ha visto nunca de ese color; le parece precioso. Quizá, lo llamativo, sea el contraste con los demás tonos, aunque sin saber por qué, apenas aparta su vista de él. Además se lo ha dado su padre. Ahora, él también tiene padre como otros niños, como los compañeros del colegio, aunque duda mucho de que les puedan regalar un caramelo tan bonito.

A medio camino, de vuelta, en el centro del puente, gira la cabeza y entre las gentes divisa un sombrero que se agita en señal de saludo. Más arriba, ve una bandera extraña para él. Tiene colores diferentes de las banderas que suele ver en los edificios de su ciudad, y de la que figura en los libritos del colegio de monjas.

“¡Hola, hijo!  ¿Estás contento? ¿Qué te ha dicho papá? ¡Qué caramelos tan bonitos! ¡Cuéntame, cuéntame!” insta la madre deseando tener noticias de primera mano y lamentando, tal vez, no haber sido ella la que cruzase el puente; ese maldito puente que le separa; ese bendito puente que le puede unir a su marido.

Pero la cabeza del pequeño es un barullo de emociones, de vivencias desacostumbradas, de experiencias que sobrepasan su capacidad de asimilación. Ante las maternales preguntas se limita a encogerse de hombros, a mirar sin ver y a enseñar, una y otra vez, su caramelo morado.

Aquel septiembre del 38, durante los veinte kilómetros del viaje de regreso a San Sebastián, no deja de apretar contra su pecho la preciada bolsita. En un momento dado, sorprende a su mamá enjugando una sigilosa lágrima; su mente, con la inconsciencia de sus pocos años, aparta esa imagen que le turba y la sustituye por la del solitario puente, por ese puente que le ha llevado hasta su preciado caramelo morado.

Agustín Mañero

12/9/03

 

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