Durante una reunión en el Taller de Creación Literaria, se propuso que cada asistente narrase su primer beso. Además, había otro montón de condicionantes como incluir en el relato un pueblo, una calle, un río, una fruta, un color y ¡qué sé yo cuántas cosas más! Como era de esperar, de los veinte asistentes, diecinueve se inclinaron por el terreno romántico y cursilón. Solo uno...
LA ESPAÑOLA, CUANDO BESA...
¡Qué lejos queda aquel hecho en el recuerdo! A menudo, añoro pasadas experiencias, magnifico aconteceres pretéritos y relego al olvido fracasos sonados y ridículos sonrojantes, pero en este caso...
“Y yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela, pero...” ¡No, no tenía marido, aunque experiencia...! Veréis:
En agosto de aquel verano que vino poco antes del medio siglo, como en otras ocasiones, me fui a veranear a Quintanilla del Páramo acompañado de mi primera maquinilla de afeitar. Durante el curso, había trabajado ¾no demasiado, todo hay que decirlo¾ y mi familia juzgó que podía solazarme en el pueblo pescando retrógrados cangrejos, cazando incautos pajarillos y robando ciruelas de las huertas arrabaleras.
Yo pensaba en otras cosas.
El primer domingo de mi estancia en el pueblo, mis compañeros de anteriores veranos, hijos del lugar, me llevaron al baile que se organizaba en el almacén del Aniano. Allí, un organillo, atendido por turnos en su manubrio, atentaba contra Terpsícore y contra cualquier arpegio que tuviese los “bemoles” de asomar su melodía. El sonido era infame, pero servía para que los mozos y las mozas se restregasen a su compás. A mí, como forastero y de capital, los compañeros pueblerinos me lanzaron en brazos de la Fabiana, joven mujer aparente que, a la incierta luz de los carburos, se me antojó Lana Turner. Pasaba por ser la belleza del lugar. Yo no sabía bailar, pero en aquel local poco importaba aquella nimiedad. Allí se iba a lo que se iba, y, si además, alguno bailaba, pues mejor que mejor.
La Fabiana me recibió complaciente en su regazo ¾ganaba prestigio ante sus convecinas bailando, o lo que fuera, con el forastero¾ y no dejó de ser amable conmigo durante el rato que dediqué a pisarle los zapatos. Yo quería hacer más cosas, pero no me decidía. Por fin, tras largo tiempo de acompasados ¾o desacompasados, ¡qué más da!¾ estregones, logré que nos colocásemos en el rincón más obscuro del recinto, lugar al que no llegaba la llamita del carburo y que solía estar muy solicitado por los mozos viejos. Y allí, inquieto y decidido, como camicace resuelto, me lancé al ataque de aquella boca grande y roja que, luego, resultó conocedora y sabia. Mi falta de experiencia y, quizá, mi nerviosismo, me impidió acertar en los rojos labios y mi beso ¾o lo que pretendía ser aquello¾ murió en su mejilla. Se compadeció la mujer.
¾Ven ¾me dijo¾. Iremos al molino colorado.
¿Para qué? Yo no sabía moler y, había demostrado que tampoco besar. No obstante, estaba decidido a aprender. (A besar, se entiende; no a moler)
Por la calle de Primo de Rivera, caminamos un rato para torcer, casi al final, hacia el Rascón, que con el estiaje, apenas mostraba sus humedades, salvo en la presa del molino. Ahora, a la luz clara, sin las zozobrantes sombras del carburo, la Fabiana ya no me parecía Lana Turner; me parecía la Fabiana.
“A lo hecho, pecho” me amonesté. No con dureza, la verdad, pues aún asumiendo aquella pequeña decepción, estaba dispuesto a iniciar mi aprendizaje en aquella materia desconocida y tentadora: besar apasionadamente a una mujer. Fuese porque la impaciencia me acuciaba ¾y por ello había obligado a mi pareja a caminar deprisa¾, fuese porque la jornada agosteña se había mostrado más que templada, el caso es que la Fabiana mostraba su maquillado rostro congestionado por el calor. Llegados a la orilla y para aliviar su calentura ¾la mía no tenía trazas de aliviarse, de momento¾, mojó su pañuelo para, húmedo, llevárselo a la cara. Se le corrió el rimel, el colorete, el carmín y todo lo que tenía que corrérsele. Momentáneamente, su averiado aspecto me reblandeció. “¡Venga ya, sigue hasta el final que vas a hacerte un hombre!” me gritaba una voz interna tratando de enardecer mi ánimo que, a la vista de aquel descompuesto rostro enmarcado entre los bermejos muros molineros, comenzaba a mostrarse más voluntarioso que atacante.
Cerré los ojos, puse morrito y me arrimé. Ya he dicho que la mujer tenía experiencia ¿no?, bueno, pues... eso. Mientras ella me estrujaba contra sus carnosos valles y colinas y mis manos exploraban parajes desconocidos, sentí que aquel aspirador rojo, con forma de labios, succionaba mi boca, a la vez que una nerviosa lengua amenazaba con llegar hasta mi campanilla. Me asusté, pero no supe o no quise defenderme; estaba decidido a completar el ciclo de iniciación. Aquel jugueteo que incluyó incruentos mordiscos labiales, limpieza dental con lengua ajena y prolongado intercambio de saliva, duró un ratito y lo cierto es que, tras el primitivo sobresalto y una vez cogido el tranquillo al asunto, la experiencia no resultó traumática. Es más, llegó a parecerme placentera. Además, del lance, salí masticando un chicle de menta que no era mío.
Tras aquella primera vez y en posesión de algunos rudimentarios conocimientos técnicos sobre el beso, mi segundo intento ¾no con la Fabiana¾ fue mucho más romántico y tierno. Otro día os lo cuento.
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