Corto de talla; achaparrado, más bien. Jarrete que
copia la esteva. Rostro precolombino, atezado y encarrujado, que pliega, aún
más, la sonrisa. Ala de cuervo en el pelaje y ojos de apagado tizón. Así luce Argimiro
Gaudencio Dagoberto Rodrigues.
Rigoberta Odilia Cortés
impresiona parecido, aunque, comparando, su talla mengua y sus caderas crecen, al
igual que las domeñadas greñas que cuelgan en trenzas. De remate, dos breves lazos multicolores.
Voces en la sala. Algunas,
elevadas de tono. Otras, de elevadas, han perdido el tono. Los ojos destellan
lo que no dicen las lenguas y la corta vajilla de la vivienda, viaja, aérea, de
un lado a otro. El portazo, a la salida, transmite la ira que aumenta y el eco
de la madera tarda un tiempo en dormir.
Argimiro moja su
cabello en lluvia. Ésta no es capaz de apagar la brasa del mirar; del mirar
sañudo que le conmueve y que no le deja ver el escalón del local. El tropiezo
le enrabieta y, en ayunas, el vino quema; la ira, aun comiendo. La furia de la
refriega no se ha extinguido del todo, pero el aguante tiene un límite. El
indio vuelve a la lluvia que, esta vez sí, templa el rencor y mitiga el
resentimiento. El hogar se acerca con pasos ebrios. El nido ya no es cobijo piadoso,
sino arena de contienda, que el hombre barrunta en precaria tregua.
Pero Rigoberta no
está. Ni una mala esquela que lo explique. Ni un detalle que apunte hacia el acomodo,
ni un asomo de componenda, ni una brizna de esperanza. De esa esperanza que el
hombre, aun en sus peores momentos, busca en el desespero.
Argimiro se derrumba
en la silla. La lágrima quema ahora como antes la ira, y el hombre abrasado en
la nada, vacío de sentimiento, permanece…
Año 2009
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