Me habían encomendado hacer un
reportaje sobre los cocodrilos del Nilo y uno, que es consecuente, viajó al
corazón de Egipto. Para animarme, me
dijeron que no me asustase cuando tuviese alguno delante; que mucho llorar, que
mucha lágrima y mucho abrir la boca, pero luego, “na de na”. Lo cierto es que a mí el asunto ése del
cocodrilo me “la traía al fresco”. ¡Anda
que no me habré acostado veces con cocodrilos, con peludas arañas, con
amenazadores vampiros “colmillosos” y peludos y con toda clase de bichos
asquerosos y deformes! De todo ello, lo
que más me fastidiaba era la ocena de los saurios. ¡Vamos, que les “cantaba” el paladar “cosa
fina”. Por lo demás, éramos casi amigos;
siempre me dejaban el centro de la cama.
—Delirium tremens —dijo el galeno.
Y ¿por qué no tremendo delirio? Cuidado que son pedantes algunos médicos. Como decía mi abuela: “Mundus stultorum
infinitus est”.
Bueno, con este apresuramiento por
señalar la encomienda que me han endosado, ni siquiera me he presentado. Pepe “El Cojo” me llaman. Que, ¿por qué? Os lo explico.
Yo, o séase, el Pepe, soy físicamente
apañado. Vamos, que no voy por la vida
de Antonio Banderas ni de Cuasimodo.
Normal. En lo psíquico, no. Ahí, sobresalgo. Por lo menos, así quedó establecido desde que
mi abuela tuvo aquel rifirrafe con el director del colegio, cuando yo tenía
siete años y el maestro me llamó “cazurro”.
El director ignoraba que mi abuela era gran benefactora del centro y
también ignoraba cómo se las gastaba mi abuela.
Constatadas ya mis cualidades —aunque con brevedad—, continuaré con la
narración del encargo de marras: el del cocodrilo.
Ya en el Nilo, una noche, mejor sería
decir madrugada, regresaba a casa después de haber celebrado la despedida de
soltero de mi egipcio amigo, Abdel Maher.
Había tomado alguna copa, bueno, más que alguna pero tampoco
demasiadas. La prueba es que, al octavo
intento, logré introducir la llave en la cerradura. Eso era un índice positivo de mi estado y me
solía ocurrir en mis retiradas al domicilio, casi sobrias. Hubo veces que logré entrar en el piso, justo
a la hora del desayuno. Como iba
diciendo, penetré en la vivienda y, según mi costumbre, me fui desnudando por
el camino. La chaqueta al entrar. El zapato izquierdo en el vestíbulo y el
derecho al comienzo del pasillo. En el
perchero, quedó colgada la camisa y, así, poco a poco, fui accediendo al
dormitorio. Hasta él, se filtraba un
ligero resplandor desde la calle, pero insuficiente para que pudiese ver con
claridad.
¿Qué
hay en mi cama? me pregunté. Aunque ya
he dicho que, en lo físico, soy normal, se me ha olvidado mencionar que tengo
una pequeña tara en la vista; vamos, que veo menos que un topo en noche de luna
nueva.
¿Y
mis gafas? ¡Vaya por Dios!, estarán en
el bolsillo de la americana que he tirado al entrar. No voy a poder distinguir lo que está encima
de la colcha.
En
aquel momento, a través de la nebulosa etílica, recordé que en la cómoda, a la
entrada del dormitorio y debido a mi condición de cegato, solía tener a mano
algunas lentes, lupas y varios objetos ópticos.
Alargué una mano, cogí uno de
ellos y llevándomelo a los ojos, pude ver nítidamente, una verdosa y gorda
lagartija sobre mi cama.
¡Ahora
te vas a enterar!, pensé mientras me disponía a darle un tremendo puntapié. Dejé en la cómoda los prismáticos, que tenía
asidos al revés, y me dirigí a pisotear la descarada lagartija. Fue entonces, cuando el cocodrilo me mordió
la pierna.
No
consentí que me aplicasen una prótesis metálica o de plástico. No. Yo
quería una de madera; de madera de Ampelidácea, género Vitis, y del tipo fanerógamas. Yo creo que está claro: madera de cepa de
vid. Pero no una cepa cualquiera, no,
cepa de Tempranillo, Mazuelo, o como mucha concesión, de Viura.
Bueno,
y aquí estoy. Con mi pata de palo que
florece en primavera: con mis saurios y monstruos que, de vez en cuando, me
visitan, y con la satisfacción de haber podido finalizar el reportaje
encomendado, sobre los cocodrilos.
Ahora, sé mucho sobre ellos, ¡si hasta he contribuido a su alimentación!
Comentarios
Publicar un comentario