Quiso andar y no pudo. Probó a
nadar y acabó reptando por el fondo.
“Volaré”
se dijo y, después de tomar impulso desde una saliente roca, se dio tal
costalada que renunció a visitar las nubes.
Eso sí, con el golpetazo vio algunas estrellas.
“Bueno, y ¿qué culpa tengo yo de
haber nacido gusano?”, pensó el pobre.
Se introdujo en la tierra, que era lo suyo.
Conoció a una preciosa gusana —bueno, hasta donde puede ser preciosa una
gusana— y tuvieron gusanitos. Sin
estridencias, con moderación, era feliz, hasta que un día afloró bruscamente a
la superficie, impulsado por la azada de un hombre.
Fue extraído, sobado por humanos
dedos, limpiado de tierra e introducido en un tarro de cristal.
Al siguiente día le clavaron un
anzuelo por la cabeza que llegó a salirle por el culo. Así, lo lanzaron al mar. Allí sufría.
Allí se ahogaba. Allí moría. Pero antes y, entre espasmos, pudo ver cómo
un glotón besugo le miraba con hambrientos ojos. ¡Qué podía hacer él! El besugo asesino se acercó, se regodeó con
su próxima comida y el pobre gusano moribundo e inerme trató de consolarse
pensando que, junto con su juncal y apetitoso cuerpo, el asqueroso pez iba a
tragarse el mortal anzuelo, y que, a su vez, éste le llevaría a ser comido por
el hombre.
Y ¿el
hombre? También él, con el tiempo, sería
comido por otros. Por los gusanos. Quizá por algún nieto o biznieto suyo. Este pensamiento reconfortó su muerte,
mientras pensaba que se sacrificaba por su prole.
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