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Lenguaje de seducción. Agustín Mañero


Esta mañana, como ocurre cuatro veces por semana, me ha tocado coger el autobús para llegarme a la Universidad.

 


“También son ganas” me suelen decir algunos de los que creen conocerme.

“Bueno, uno es así, quizá un poco raro, pero…” contesto como pidiendo perdón a mi interlocutor, aunque ha sido él quien ha tocado un asunto que no le concierne y que, solamente, a mí atañe.

En la parada y durante la espera al vehículo, se han acercado a la cola un par de chicos.  Bueno, lo de chicos es un decir, pues denominarles así a dos individuos de 1,90 es una temeridad, cuando no, una tácita y subyacente venganza de quien solamente llega (llegaba) al 1,75. No parecían ser españoles y hablaban extranjero.  Alguna borrosa palabra ha llegado a mis oídos  que, por la lejanía en altura y por el deterioro de mis pabellones auditivos, he  sido incapaz de distinguir su procedencia. Los he mirado con el cariño que, solamente, un tierno abuelo puede dispensar a quienes le recuerdan su progenie.

Una vez ubicados en el bus  —yo sentado y los observados de pie—, mis elucubraciones han cambiado de objetivo pues, inmediatamente, al lado de los jóvenes, han aparecido dos bonitas niñas —lo son para mí, en este mundo de relatividad—,  conocidas suyas que, inmediatamente, han pegado la hebra.

—Hola…, fulanito, ¿cómo estás?

—Bien y ¿tu?, ¿menganita?

Y, precisamente, ahí han empezado mis reflexiones sobre la condición humana. Mejor dicho: sobre la condición humana, femenina.



 He escudriñado con atención y minuciosidad los movimientos, gestos y actitudes que las jovencitas han ido desplegando ante sus compañeros y salvando las distancias y con todo respeto, me han recordado los cortejos de apareamiento de algunos animales machos para con sus hembras, aunque en este caso los sexos estaban cambiados. Quienes se exhibían sus vistosos atuendos de celo, eran las dos jóvenes (sobre todo una de ellas) con los que pretendían seducir a los machos que tenían a su lado. Abundancia de sonrisas, a veces sin motivo, parpadeos coquetos, a lo Marujita Díaz, pero sin la exageración de la mencionada,  gestos de asombro, como diciendo “cuánto sabes o qué listo eres”, asentimientos halagadores a la banalidad de turno, reiteración de sonrisas y cien mil actitudes aduladoras y acariciantes que de continuo ofrecían las estudiantes a sus compañeros.

Me daban pena y a la vez me enternecían los, para mí, esfuerzos que realizaban las jovencitas, aunque inmediatamente he pensado que no eran esfuerzos sino actitudes innatas heredadas de sus madres, abuelas y hasta de Eva y su manzana.


 
 
Si hubiese tenido oportunidad, me hubiese gustado revelar —susurrando al oído de los chicos—,  los esfuerzos que sus amigas han realizado para atraer su atención;  que tuviesen a bien corresponder, aun ficticiamente, a los mismos puesto que, al parecer, no han tenido demasiado éxito.

Con ellos, posiblemente no, pero a mí, las jovencitas me han enamorado. Si hubiese podido, me habría casado con una de ellas; quizá con las dos.
 
 
 

 ¡Se lo merecían, las pobres!

Uno es así.

 


 

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